LA FRATERNIDAD HERIDA

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Francisco tiene un sueño. Nos lo contó y nos invita a un despertar responsable. Fratelli tutti es la mejor expresión de misión para todos en nuestro tiempo.

Desgraciadamente hemos aprendido a sobrevivir solos y salir a la vida buscando nuestro sitio, nuestra verdad y nuestra solución. De cuando en vez edulcoramos la búsqueda insaciable de poder con algunas píldoras de fraternidad que, sin embargo, son placebo y no acaban de transformar las conciencias y, por tanto, las actitudes.

¿Será que es posible poder hablar de fraternidad sin vivirla? ¿Será incluso posible que las familias religiosas puedan seguir siendo sin significar fraternidad? Creo que todos sabemos que no. Aunque nuestra reivindicación de la misma sea tímida, inconstante y cobarde.

Afirmar que la fraternidad está herida puede, sin duda, sonar a desfachatez. ¿Quién puede atreverse a juzgar los buenos sentimientos que están ocultos en cada corazón? Ocurre, sin embargo, que hay indicadores preocupantes de una ruptura con el principio del Reino en el que se inscribe la fraternidad.

Es evidente que la fraternidad no es sumisión. Tampoco anulación de la propia y legítima personalidad. No es la asunción acrítica de una vida gregaria sin pensamiento, ni rostro. No es callar por que sí; ni hablar porque alguien dice que hables. La fraternidad, apunta, más bien a una vida compartida; a un proyecto común; a una complicidad de Reino… la fraternidad implica fecundidad, vida en común y hogar. Apunta, como tensión, al abrazo de Dios a toda situación difícil; acogida, hospitalidad y austeridad.

La fraternidad no se sostiene en una dinámica de compensación de grupos o de fuerzas. No es reparto de poder o del «botín a disfrutar». Fraternidad necesita proyecto y proceso; necesita crecimiento y donación. Es vida, por eso la fraternidad es fecunda cuando, literalmente, te enriqueces porque otro u otra se desvive y asumes la propia existencia como un lento y consciente desvivirte por otros u otras.

La fraternidad no soporta la mentira ni la media verdad. No está a gusto en el silencio ni en la tensión rígida de una reunión que no celebra el amor, sino que afila el arte dialéctico de exigir cuentas por el fallo. La fraternidad huye del grupo, del grupito, de la camarilla o de los círculos del «chisme». La fraternidad aparece cuando la luz es clara y las actitudes se ven, vienen y se acogen. Hay fraternidad cuando somos capaces de cerrar la propia puerta al vicio del poder; a la pulsión de poseer; a la ingratitud de exigir y evaluar.

Oyéndome y oyéndonos. Viéndome y viéndonos… no es exagerado afirmar que la fraternidad está herida. Se nota mucho en la timidez de nuestra búsqueda. En el cansancio de nuestro reclamo. En la costumbre imperante en dejar que el silencio y la distancia se agranden. Se percibe en las propuestas etéreas; en la dificultad de poner nombre a las situaciones. En la confusión entre vida en común y formas comunes de vida que se soportan. Se transparenta en el número de personas que identifican comunidad con disciplina, horarios y tradiciones. Y la sangre de la herida es la infinidad de creatividad que se ha ido, no ha aguantado, se ha apagado o se ha acostumbrado. Porque hay algo que aunque callemos ilumina nuestra enfermedad; la herida más grave de la fraternidad es que lleguemos a creer que las cosas no tienen otro remedio que seguir como están. Y no es verdad.