Hay personas que nunca están (o estamos) contentas con las fotografías. Probablemente, la réplica real de nuestro aspecto nos desconcierta, o pone en su sitio un concepto desmesurado de nosotros mismos. De igual manera, no hay dos opiniones coincidentes sobre una misma realidad. Lo que para algunos resulta esperanzador, a otros les puede parecer, por razones similares, desolador.
Así ocurre con la fotografía de la vida consagrada de nuestro tiempo. Algunos ven en ella solo historia, pasado y un final anunciado. Otros ven, sin embargo, transformación, evolución y vida. Las dos visiones forman parte de la verdad. Seguramente nunca como ahora, la vida consagrada tocó y palpó su debilidad. Nunca como ahora hemos sido capaces de ver los límites y, a veces, sentirnos sobrepasados por ellos. La contemplación de las congregaciones ofrece una fotografía que no acabamos de ver con esperanza. Queremos ser esperanzados, pero nos traiciona el miedo y la incertidumbre de intuir que estamos en el final de una etapa que no tendrá continuidad. Celebramos aniversarios de presencias con la misma frecuencia que anunciamos cierres, traslados y fusiones de comunidades. Estamos conjurados para que el idioma de la muerte no nos venza, pero, en la letra pequeña –la que nunca se lee en los contratos– que es la vida privada de no pocos, está rotulada la palabra muerte.
Si se contempla la fotografía sin visión, –léase sin Espíritu– se constata que se cierra algo y lo nuevo no irrumpe. Hay intuiciones, pero no calan con consistencia para generar actitudes de vida. Se experimenta el vértigo, el miedo y, quizá, una insatisfacción vital que no protesta y no genera camino, se conforma y estira vías agotadas, estilos caducados y formas de vida sin vida, en una espera (sin esperanza) en tiempos que no saben esperar. Un «anti-signo».
Pero hay otra manera de contemplar la vida consagrada. Es la visión desde Jesús y los discípulos y discípulas. Es una mirada sobre los consagrados que se parece mucho a aquellos primeros años de caminos y encuentros; de campos, espigas e higueras. Es el mundo de los cojos, los marginados, los diferentes, los ciegos, las prostitutas y los humildes. Es el tiempo de la mesa compartida, la fraternidad y el pan repartido que sabe mejor y recrea humanidad. Es la vida consagrada que se embelesa con la Palabra porque le dedica tiempo, la vive y la celebra. Es la vida consagrada de la calle que no se calla ni esconde. El de los consagrados que no tienen que recurrir constantemente al pasado para salvar el presente. El de miles de mujeres y hombres que creen en este tiempo y esta humanidad. El de quienes están dispuestos a vivir lo mismo que sus contemporáneos sin ningún tipo de privilegio ni separación. El de los que son donación, amor y gratuidad… El de los que tienen 24 horas al día para Dios y pocos minutos para pensar en sí. El de mujeres y hombres libres que, de verdad, abren puertas, celebran el encuentro y comparten todo… sin guardarse o esperar para el siguiente trienio, sexenio o capítulo. Son hombres y mujeres que saben lo que es vivir al día. Por eso para ellos y ellas las palabras valen y los gestos importan.
Hay una vida consagrada incómoda con la apariencia, el congreso, la palabrería, los titulares y el «postureo». No se sienten ni identificados ni representados en los discursos engolados y vacíos… Es una vida consagrada auténticamente sinodal, camina con todos, incluso con los que no creen en la escucha y su pretensión no es «quítate tú, para ponerme yo». Es una vida consagrada contenta con lo que cree y se le nota. Reza lo concreto de la vida, porque ama y es real su amor. Es un conjunto de hombres y mujeres que representan el brillo del seguimiento de Jesús sin compensaciones. Sonríen y lloran con lo que da alegría y llanto al pueblo. Son los hombres y mujeres que hacen real el tránsito hacia otra vida consagrada. Mucho más pequeña y pobre; más humana y frágil; menos encorsetada y esclava. Están diciendo, sin hacer ruido, que se abren caminos inmensos para vivir, sin glosa, la alegría del evangelio.
Con ellos y ellas se apuntarán, estoy seguro, jóvenes de este tiempo, sin historia ni proceso, pero con pasión por Cristo y la humanidad, porque descubren en ellos y ellas que tienen vida y no que saben discursos. Estos hombres y mujeres también están en la foto de la vida consagrada. Por eso, es el momento de ver el porvenir desde lo que algunos y algunas ya están viviendo.