La fe que sólo el Espíritu regala

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Decir que la fe es un “don”, no basta. Es un don del Espíritu Santo. El Espíritu Santo está en el origen misterioso de nuestra fe. No cree quien se esfuerza en ello, sino aquella persona a quien le es concedido. Surge la fe cuando el amor de Dios es derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado (Rom 5,1-5). Es el resultado -que afecta a todo nuestro ser- de ese “personal pentecostés” que nos sorprende como vendaval, terremoto, aluvión u ola de fuego, o tal vez sólo como sombra que nos cobija. Es el efecto de ese acontecimiento que nos arranca el corazón de piedra y lo suplanta por un corazón de carne, que anula la ley exterior y pone en el interior la ley de Dios, que nos invita a establecer una alianza de amor, nueva y definitiva.
El efecto del derramamiento del amor de Dios sobre nuestros corazones a través del Espíritu Santo es la tríada fe-esperanza-caridad, que denominamos en nuestra tradición “virtudes teologales”.
Desde la perspectiva de las tres virtudes, lo que se produce en nosotros es como un gran “enamoramiento” o “apasionamiento vital”, que enciende nuestro amor, ilumina nuestra inteligencia, moviliza todo nuestro ser hacia un futuro que anhela impacientemente sin que esté al alcance de nuestras fuerzas. Quienes han sido agraciados con esta experiencia dicen que es como si hubiesen sido trasladados de la muerte a la vida, de las tinieblas a la luz, de la noche al día, de la esterilidad a la fecundidad. Este particular pentecostés nos hace entrar en un “estado naciente”, donde todo adquiere color, sentido: el pensar, el sentir, el amar, el cuerpo, el movimiento interior y exterior, el pasado, el presente y el futuro. El Espíritu derramado en nuestros corazones cambia nuestros esquemas, nuestros horizontes; afecta a nuestra mente, a nuestra fantasía, a nuestros sentidos. Es como cuando un cuerpo que estaba inconsciente recobra la conciencia, como cuando una ciudad en blackout (apagón) recibe a luz. La presencia dinámica del Espíritu nos convierte en personas que padecen “teopatía”, afectadas en todo su ser por la invasión de Dios y por las tres energías divinas de la caridad, la fe y la esperanza.
Desde la perspectiva de la virtud teologal de la “fe”, el Espíritu ilumina nuestra inteligencia y le hace comprender lo que hasta ahora no había sospechado. Nos hace adentrarnos en un territorio trans- donde acontece aquello de san Juan de la Cruz: “toda sciencia trascendiendo”. Desde ese mirador la realidad se lee de otra manera. Hasta la culpa es bendecida: O felix culpa! –cantamos en el pregón pascual–. Pablo llegó a decir que se nos “concede” la “mente de Cristo” (1 Cor 2,16); es decir, que se produce en nosotros una auténtica metanoia, un cambio de mente, de mentalidad. Cuando cambiamos el chip, el sistema operativo, somos trasladados a otra visión, a otro orden de cosas. Por eso, la fe como don divino nos traslada a un espacio trascendente, que no suprime la razón, pero sí la supera.
La espiritualidad nos hace accesibles al regalo. Quien cultiva su espíritu (su mente, su corazón, su inteligencia, su afectividad), quien busca la verdad, quien siente la seducción de la belleza, quien se ve sorprendido por la llama del amor, de seguro que está muy cerca de recibir el don de la fe. El Espíritu Santo que llena la tierra se hace especialmente sensible en el mundo del espíritu.