LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

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1960

 

Nunca pensé que escribiría algo relacionado con «la comunión de los santos». No era «algo» que formara parte de mis intereses o inquietudes eclesiales; al menos, no con esa expresión tan antigua de la Iglesia que recoge el Credo, símbolo de nuestra fe, y que confesamos cada domingo en la Eucaristía. «Creo en la comunión de los santos…» 

Supongo que todos sabemos y entendemos qué decimos cuando manifestamos en la asamblea, o a nivel personal, nuestra fe dogmática en que la Iglesia somos un Cuerpo, una gran Comunidad, que abarca a todos los bautizados, incluso a nuestros difuntos, y que orar unos por otros es parte integrante de nuestra fe. Sin embargo, tengo la impresión que pocas veces, a nivel de artículos o comentarios cristianos o eclesiales, hacemos referencia explícita a esta creencia  de la Iglesia católica. Esto no significa que el contenido, -lo realmente importante- de lo que confesamos pública y litúrgicamente, se haya diluido o no sea motivo de oración, de diálogo, de expresión en las reflexiones escritas, en las homilías, etc. Todos, por supuesto, creemos en esa comunidad, comunión, de los «santos».

La comunicación religiosa, los comentarios eclesiales, la situación de nuestra Iglesia actual, en España o en todo el mundo, nos está ofreciendo, desde hace ya  bastante tiempo, una visión notablemente negativa, preocupante, en algunos comentaristas, en ocasiones rayana en lo apocalíptico, una especie de enfermedad terminal sin remedio de nuestra Iglesia actual, una sensación o percepción de que «esto se acaba», o «se está acabando», o de que «el último apague la luz al salir». Percibo un sentimiento generalizado de desazón, de desconcierto, de miedo, de perplejidad, de frustración galopante; incluso en nuestros obispos. No quiero ser «profeta de mal agüero», como nos alertaba San Juan XXIII; pero parece evidente un «malestar en la Iglesia»… muchas veces con motivos de peso.

Nuestro mundo ha cambiado y está cambiando. El «cambio de época» está siendo más raigal de lo esperado, al menos, de lo que yo intuía. Ya el Concilio nos puso sobre aviso, de un modo todavía tímido. Y Rahner nos habló sin ambages de «un invierno eclesial». No sólo él, incluso Benedicto XVI avizoraba hace años una Iglesia «diferente», de pequeños grupos, «restos», que no «residuos». En esta «transición» de una Iglesia de cristiandad a «otra» Iglesia, todavía no suficientemente pergeñada, en estos años de pandemia, de posibles guerras de envergadura, de pobreza y grandes diferencia socioeconómicas, de descreimiento generalizado, hay «verdades de toda la vida» que ni pueden ni deben desaparecer, aunque tal vez deban ser transformadas sin miedos al cambio. Ya en la década de los 80 en adelante, pensadores visionarios y profundos como Martín Velasco, Mardones, Torres Queiruga, para reducirnos a teólogos españoles, nos pusieron sobre aviso sobre esa «indiferencia religiosa», más que ateísmo o agnosticismo, que veían venir como inminentes. Por aquellos mismos años, más o menos, también Karl Rahner nos alertaba de que «la Iglesia del futuro sería mística o no sería». Quizás una expresión que no entendimos bien. Pero estos profetas fueron poco escuchados, algunos fueron castigados o mirados con suspicacia y desdén. No les hicimos caso. Ni siquiera nos pusimos de acuerdo en sentarnos a pensar «qué estaba ocurriendo», ya en las postrimerías del siglo XX y en los albores del siglo actual. Algunos culparon -incluso- al Concilio Vaticano II e iniciaron una escalada involutiva con pretensiones de recuperar lo que ya no era recuperable.

Por eso, en estos momentos en que -según mi opinión muy discutible- se transita de un modelo de Iglesia hacia otra (esperemos que más evangélica), en este tiempo «como de pausa», no podemos ser una Iglesia del bostezo ni de simples espectadores. Francisco nos va marcando caminos, sendas, posibilidades, pero la reforma de la Iglesia, personal y estructuralmente, sólo puede pasar por los ventrículos del corazón. Ni siquiera el Sínodo, tan antiguo en su espíritu, como la primera Iglesia de la historia, será fecundo si «no pasa» por nuestra conversión interior. Tiempos de esperanza activa, optimista, tiempos del Espíritu, tiempos de orar en «la comunión de los santos», de sentirnos emotivamente unidos y afectados ante el sufrimiento de una Humanidad dolorida que en ocasiones parece deambular como zombis sin horizonte. «Ven, Espíritu Santo… llena nuestros corazones con tu luz y tu clarividencia».