LA BELLEZA DEL ENCUENTRO

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Con la homilía de apertura de la fase preparatoria del Sínodo, el Papa Francisco nos ofreció tres palabras que marcaron este inicio: Encuentro, Escuchar y Discernimiento.

En esta ocasión quisiera retomar todas las experiencias de encuentros, que últimamente se nos han multiplicado, en torno a la sinodalidad. Es bueno dejar reposar lo vivido y escuchar el eco que de ello nos viene. Ha habido un intercambio enriquecedor en todos ellos, y sin lugar a dudas está siendo positivo, pero el reto que se nos ofrecía era -no sólo encontrarnos-, sino seguir a Jesús en sus encuentros, porque decía el Papa: “Jesús sabe que un encuentro puede cambiar la vida…Estamos llamados a ser expertos en el arte del encuentro, que no es organizar eventos…sino tomarnos tiempo para estar con el Señor y favorecer el encuentro entre nosotros”.

Sí, Jesús sabe de encuentros, no hay más que asomarse a los relatos evangélicos. Necesitamos aprender en la escuela del Maestro de sus encuentros, por eso primero es imprescindible tomarse un tiempo para estar con el Señor y aprender de Él.

Somos tan frágiles que nos resulta difícil encontrarnos cara a cara, enfocarnos en el rostro del otro y dejarnos alcanzar por las preguntas del hermano. En el fondo todo encuentro nos resulta difícil porque no queremos cambiar ni nuestras posturas ni nuestros planes. Un encuentro al estilo de Jesús requiere un morir a uno mismo, para nacer a un camino diferente del que pensábamos; requiere apertura, valentía, dejarse interpelar, sobre todo cuando la convocatoria es intracomunitaria.

Respecto a los encuentros comunitarios como parte del camino sinodal, un hermano sabio nos decía estos días que el capítulo 3 de la Regla de San Benito destaca la importancia de reunirse. “El abad convocará a toda la comunidad” (RB 3,1). Pero a las comunidades les cuesta encontrarse, juntarse para compartir lo que pensamos, lo que vivimos, lo que experimentamos… Y, sin embargo esta es precisamente la característica fundamental de la Iglesia: ser una asamblea de llamados, de personas llamadas a ser asamblea, una “congregación”.

Esta resistencia a encontrarnos, no es un problema de hoy, ya existía en la Iglesia primitiva (cf. Heb 10,24-25). Evitamos algo normalmente por dos razones: porque no nos importa o porque le tenemos miedo. Tengo cada vez más la impresión de que, incluso detrás de la indiferencia hay un miedo, un miedo a la realidad, porque todo encuentro, y mucho más el encuentro con los hermanos y hermanas, es una inmersión en la realidad de la vida de otro que revela mi propia realidad, y eso da miedo. Pero cuando consentimos, cuando renunciamos a la resistencia y obedecemos a la realidad de los demás, encontrándolos verdaderamente, normalmente la realidad del otro se manifiesta en su verdadera belleza, que es buena para mí, una realidad “muy buena”, como dice el mismo Dios después de haber creado al otro en relación a Sí mismo, es decir, al hombre (cf. Gn 1,31).

Caín tenía miedo de vivir continuamente confrontado con la bondad de Abel, por lo que lo mata. Si hubiera buscado encontrarse con su hermano, si le hubiera hablado, si lo hubiera escuchado, habría descubierto que la compañía de Abel podía hacerle bien, enseñarle a vivir mejor, a tener una relación más profunda, más generosa, más de confianza con Dios. Y si miramos a Jacob, siempre conmueve la escena de Jacob regresando a su casa con sus esposas, hijos y muchas posesiones, sabiendo que su hermano Esaú viene hacia él. Él está aterrorizado. Ya no sabe qué táctica usar, qué truco diplomático inventar para superar una realidad, que no puede imaginar más que negativa y hostil. Pero cuando se encuentra cara a cara con Esaú, se da cuenta de que su hermano lo ama, que llora de alegría al volver a verlo y besarlo, y que ha olvidado todos los engaños que la astucia de Jacob le hizo sufrir aprovechándose de su rudeza.

Reunirnos en la Iglesia, en nuestras comunidades, no debe ser algo que sucede solo cuando tenemos que hacerlo. Debe ser una respuesta amorosa a una invitación amorosa, como cuando el rey en la parábola invita a la boda de su hijo (Mt 22,1ss). Hacia esta transformación somos invitados. ¡Qué difícil es tener el deseo de encontrarnos con toda libertad! ¡Qué pequeña es a menudo nuestra alegría al encontrarnos con nuestros hermanos y hermanas! Muchas veces no somos conscientes de que el encuentro en la Iglesia, el hecho de estar juntos en la comunidad, en la Congregación…, no tiene un carácter político, funcional, diplomático, sino teológico, porque es un modo esencial de crear en nosotros y entre nosotros la imagen de Dios[1]Trinidad que somos y que estamos llamados a ser cada vez más.

No son inútiles los encuentros que estamos celebrando. Cada encuentro es entrar en un proceso de conversión, en un camino de vuelta al Evangelio de la comunión, si nos habíamos alejado al país extraño del egocentrismo. El encuentro no es una reunión más. Cada encuentro nos sugiere –con frecuencia- caminos que no pensábamos recorrer. Tras el diálogo, la belleza del hermano me enriquece en su compartir. Todo cambia en el corazón cuando somos capaces de encuentros auténticos con Él y entre nosotros. Desde esta experiencia, escucho de manera diferente al profeta que dice:

“¿Acaso dos caminan juntos sin haberse encontrado?” (Am 3,3)