En estos momentos tan duros socialmente, en que la vida religiosa debe ser testimonio de algo más allá, más profundo, más divino…, encontramos, como antaño, tres tipos de personas: las que nunca aportan nada, todo lo critican, les encanta mantenerse en la oposición y siguen en lo de siempre, sin ampliar miras; otras, las activas, activistas, dichosas, inconformistas que, a veces, les cuesta reflexionar y van a por lo real, lo tangible, lo efectivo y gracias a Dios, a lo afectivo; y el tercer tipo, las que analizan, ahondan, filosofan, a veces son excéntricas, se dedican a escribir, tienen fama de empollonas o de cultas, incluso de vivir en su mundo y desde su ventana ser teóricas, pero son las que en muchos momentos de la historia han hecho avanzar a la humanidad y nos retornan a las fuentes.
Ahora empezando a salir a este mundo cambiado, es el momento en que los activistas y los analistas se unan, sepan trabajar juntos y prescindan de los criticones. Es el tiempo de la solidaridad, de la reflexión, de la escucha, del cuidado, de la Providencia y del vivir de fe.
Me impresiona la cita de los Proverbios que proclama que la abundancia de consejeros trae la salvación (Prov 11,14). En una situación global tan complicada, con tantos frentes y necesidades, se hace necesario el encuentro entre diferentes pareceres, sensibilidades, generaciones, niveles formativos… no es momento de reducir sino de ampliar, nadie solo o en pequeño comité puede ser capaz de ver hacia dónde y para qué. Apostar por el diálogo es el único camino posible para seguir dando respuesta a la misión y, sobre todo, para que la vida religiosa tenga toda la frescura del Espíritu y sea diciente.
Es momento del «vísteme despacio que tengo prisa», aboquémonos a dar respuesta desde una perspectiva o estrategia bien pensada, eficaz, que aúna cabeza y corazón, que reza y no se estresa, para responder a lo esencial, mirando al Esencial.