JUAN, EL HIJO DE ZACARÍAS (y 2)

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Juan, el hijo de Zacarías, no fue ciertamente un “reformador” en el sentido estricto del término. Juan no tenía la carga mística suficiente como para anunciar y emprender un cambio radical, casi diríamos “revolucionario” en las mentes de sus coetáneos. Juan avizora la necesidad de una renovación, pero no tiene en su mente un mensaje tan novedoso y transformador como tenía Jesús. Juan pretende “restaurar” el tejido roto, los agujeros religiosos que se habían ido formando en las conciencias del pueblo. Juan pretendía “reciclar”, sacudir las mentes adormecidas, “retornar” a lo abandonado, a lo olvidado, a la Alianza vetusta del pueblo judío con el Dios de los antepasados. Por eso Juan “no acaba de entender a Jesús”, lo intuye como el Mesías, y lo señala quizás con un dedo dubitativo y tembloroso…

Y Jesús se marcha, se aleja de Juan cuando éste es injustamente detenido por Herodes. Jesús capta pronto que “lo que hay dentro de él”, su mensaje, el contenido central de su ideario religioso, su “universo ético-mítico”, no se corresponde exactamente con el de su mentor y maestro, “el mayor hombre nacido de mujer”. Juan se le queda corto a Jesús, y se aleja, no sólo geográficamente, del desierto a las suaves y verdes laderas de Galilea, sino teológicamente: ¡su Dios es otro, no el de Juan!   La metanoia, la conversión que también proclama Jesús, no es la misma que la de Juan, ni el bautismo ritual del Bautista va a ser un elemento iniciático y preeminente en Jesús: Él no vino a bautizar sino a proclamar un mensaje diferente al de Juan: la Buena Nueva, el Evangelio. Juan llama a mejorar lo caduco, Jesús llama a iniciar lo nuevo. Juan quiere restaurar, Jesús quiere reformar, transformar las personas desde una cosmovisión y una vivencia religiosa eminentemente basadas en el amor, no en los mandamientos, ni en las múltiples normas y prescripciones de los fariseos, ni en las componendas religiosas de los saduceos, ni mucho menos en el intimismo espiritualista e individualista de los esenios. El trae un mensaje distinto, diferente, una conversión a la Vida, y a una Vida en plenitud. Jesús deja el desierto de la austeridad y la tristeza por los pueblos y aldeas donde bullen la vida, el trabajo, la familia, la esperanza, pero también las desigualdades, las injusticias, la miseria, la enfermedad de cuerpo y de alma. Por eso no es de extrañar que Juan, a punto de ser asesinado, envía a sus discípulos a preguntar a Jesús: “eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro?” Y conocemos la respuesta de Jesús, tomada de los profetas mesiánicos más sagaces y auténticos: “id a decir a Juan lo que estáis viendo y oyendo…”  Los pobres, el amor a los miserables, la misericordia infinita, el perdón a los enemigos, la inclusividad para todos, la igualdad de los hijos de Dios, la universalidad de un mensaje no constreñido a los judíos, el amor, en definitiva, eran el contenido de su mensaje: la fiesta, las bodas, las comidas fraternas, la alegría, la paz… No, Jesús no era como Juan, Jesús era “alguien distinto”.

Quizás hoy muchos pretenden ese barniz modernizador o “actualizador” del cristianismo, como si lo que necesitáramos fuera “restaurar” un tipo de cristianismo caducado por el paso del tiempo: restaurar una Cristiandad obsoleta, una cultura -la occidental- en proceso constante de cambio (sea algo bueno o “malo”): intentar componendas para salvar los muebles creyendo que “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Nos cuesta creer de verdad que “a vino nuevo odres nuevos”. Y el vino que trae Jesús siempre es nuevo, son los odres los que están demasiado cuarteados por el paso de los años y ya no logran conservar el vino, siempre nuevo del Evangelio. Volver a las fuentes, sí, pero a las fuentes más primigenias, al Evangelio mismo, puro y duro, “sine glossa” decía el primer Francisco. Y lo repite, en medio de dificultades e incomprensiones, el nuevo Francisco de Roma.