La cuaresma es un tiempo apto para mirarnos hacia dentro. Y para mirar alrededor, de lo contrario no podríamos mirarnos hacia dentro. Tiempo de introspección, de examen de conciencia, de revisión de vida. Camino que nos lleva al sacramento del perdón antes de llegar a la Pascua. Y casi abruptamente nos pone ante nuestra vida de pecado, de infidelidades, de anemias espirituales y deserciones evangélicas. El pecado campa por sus fueros y nosotros nos percibimos como pobres y desgraciados pecadores.
En realidad, “el tema del pecado” está siempre ante y entre nosotros. A veces tengo la sensación de pertenecer a una comunidad de imputados sin redención. ¿Os habéis tomado la molestia de “contar” cuántas veces pedimos perdón en cada misa? Parecería como si la petición de perdón de los ritos iniciales no fuera suficiente y hubiera que seguir machacando con la petición de perdón en otros momentos de la Eucaristía. Algo así como si no quedáramos muy seguros o tranquilos de que Dios ya nos perdonó en esos ritos previos inmediatos al inicio del Sacrificio de Cristo celebrado en la Eucaristía. A veces, los cristianos nos sentimos parte inevitable de una red de corrupción pecaminosa que nos hace sentirnos sospechosos, encartados, incursos en una “instrucción” judicial donde el Supremo Juez no acaba de dictar sentencia absolutoria de nuestras faltas.
Entonces uno se pregunta si será que la redención de Cristo en la cruz por nuestros pecados fue insuficiente, si resultó una “redención a medias”, alicorta, con condiciones que dependen de nuestra eticidad en la vida. Sería una “redención condicionada”, supeditada siempre a nosotros mismos, de dudosa veracidad ante una absolución que puede ser recurrida siempre por no sé qué factores malévolos que nos acechan. Y nosotros, imputados perennes de un proceso judicial que dura toda la vida, tendremos que seguir pidiendo perdón constantemente… ¡a pesar de que nos dicen que “ya estamos salvados en Cristo”! ¿lo estamos o no lo estamos, a pesar de nuestros inevitables pecados?
El misterio de la redención de Cristo necesita una actualización y comprensión teológica más fiel a lo que realmente supuso el misterio de su vida entregada en la cruz. Seguimos zambullidos en el esquema anselmiano del siglo XI, que tal vez éste tomó del viejo Orígenes, otros cuantos siglos antes. Es verdad que la Escritura nos presenta diversos “esquemas” de comprensión de la redención, que son siempre como metáforas, imágenes pedagógicas para acceder a un misterio -la salvación de Cristo- que en el fondo no tiene “explicaciones racionales” del todo suficiente para nuestras cabecitas y corazoncitos tan frágiles y limitados. Pero el modelo de la “sustitución penal”, que ve a Cristo como víctima propiciatoria, y que pica y se extiende con Calvino hasta asumir carta de ciudadanía en nuestro imaginario religioso cristiano, no es ni el único ni el dominante en la tradición, ni seguramente el más adecuado para los cristianos de hoy. ¿Cómo digerir que Dios envió a su Hijo al mundo para derramar injusta y violentamente su sangre en un sacrificio expiatorio y calmar así su sed eterna y voraz de venganza por los pecados cometidos por Adán y Eva, ante la incapacidad de las creaturas de pedir perdón por un pecado ajeno pero que nos ha manchado y destrozado para siempre? ¿Dónde quedó la libertad de Jesús para entregar su vida si ya estaba orientado y obligado a morir en una cruz como había decidido en su eternidad inefable el Dios Todopoderoso ofendido por nuestros pecados? Cristo padece en nuestro lugar convirtiéndose en víctima sustitutoria de un pecado terrible contra el Dios Creador cometido por toda la humanidad ingrata e infiel.
Hay que presentar modelos, metáforas o esquemas más satisfactorios sobre la cruz, la muerte redentora de Cristo, el sentido de entrega universal de Jesús a las víctimas y a los descartados, la imagen del Dios bondadoso que siempre perdona sin necesidad de que nos obsesionemos en pedírselo reiteradamente; hay que dejar de sentirse eternamente imputados ante un Dios “eternamente enojado”. Dice una autora: “La cruz es redentora porque es la identificación transformadora de Dios con todos cuantos están desesperados, se ven oprimidos o son culpables, identificación que alude a la resurrección de todos en el amor divino. La cruz salva dentro de un proceso de encarnación, resurrección y de envío del Espíritu Santo”. La cuaresma no es tiempo de imputados, es tiempo de liberados.