Imita la misericordia que han tenido contigo

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La celebración eucarística se abre hoy con una súplica confiada: “Escúchame, Señor, que te llamo. Tú eres mi auxilio”. Son palabras antiguas como el sufrimiento, apropiadas para el clamor de Abel, para Isaac, para el Siervo del Señor, para Jesús de Nazaret, para cuantos confiaron al Señor una vida que no podían proteger.

Ellos, los derrotados, dicen con verdad al Señor: “Tú eres mi auxilio”; y comienzo a intuir que sólo ellos pueden decir con verdad: “El Señor es mi luz y mi salvación, el Señor es la defensa de mi vida”.

El evangelio de este domingo nos permite acercarnos desde los ojos de Dios a un pueblo de pobres. Son gentes que, sin profanarlas, podrían hacer suyas las palabras del salmista: “Escúchame, Señor, que te llamo”; pero no lo hacen, tal vez porque no conocen al Señor, tal vez porque no conocen el salmo, tal vez porque su dolor es tan grande que no ha dejado lugar para las palabras.

Ellos no hablan, pero Jesús –que significa “el Señor salva”- los ve: “Al ver Jesús a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”. Los pobres no hablan, pero Dios, al verlos, se compadece, y se pone a la tarea de ser para ellos luz y salvación, defensa y auxilio.

Entonces el Señor pidió la colaboración de nuestras manos, nos llamó y nos dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia: “Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios”. El Señor nos llamó para que los pobres conozcan la dicha de la pascua, para hacer posible la libertad de los oprimidos, para hacer que un pueblo de esclavos se transforme en pueblo de Dios, para hacer de un pueblo sin palabras un pueblo capaz de recibir la palabra de Dios y decir a Dios palabras de amor.

El Señor tu Dios te vio por los ojos de Jesús de Nazaret, se compadeció de ti, te curó, te limpió y te liberó; te resucitó e hizo de nosotros un reino de sacerdotes, una nación santa. Por eso podemos decir con verdad: “El Señor es mi luz y mi salvación, el Señor es la defensa de mi vida”. En verdad, el Señor “te ha llevado sobre alas de águila”, te ha acercado a él, ha hecho de ti “su propiedad personal entre todos los pueblos”.

Ahora escucha de nuevo el mandato: “Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios”. Te lo dice aquel con quien haces comunión, Cristo Jesús, el mismo que para ti se ha hecho liberación, purificación, medicina, resurrección. Él te pide que des a los pobres lo que de él has recibido como pobre: “Gratis habéis recibido, dad gratis”. Que ellos puedan vivir lo que tú has vivido. Y lo vivirán sólo si sienten sobre sus heridas tus manos que curan, dentro de su tristeza tus palabras que alientan, cerca de sus penas tu amor que libera.

A su tiempo, en la eternidad, resonará el canto de los redimidos: “El Señor es bueno, su misericordia es eterna, su fidelidad por todas las edades”. Preparemos el canto imitando en nuestra vida la misericordia que recibimos.