Estoy concluyendo la lectura detenida de la síntesis de la primera sesión del Sínodo y me niego a ofrecer un «comentario de texto». Tiempo y necesidad habrá, próximamente, de profundizar. Sí quiero centrar esta reflexión en un aspecto que me desconcierta y es que creo que sí hemos entendido bien lo que significa sinodalidad, pero tenemos miedo.
La mejor prueba de que la palabra no es inocua es que todos, bien por euforia, bien por resistencia, somos incapaces de no volver a ella. El signo más claro de su fuerza es que todos la usamos incluso para justificar nuestras actitudes, digámoslo así, «poco sinodales».
La esencia de la sinodalidad es el discernimiento, no la foto. Sería consecuencia «del directo», pero no es de recibo que algunos «padres» y «madres» sinodales, todo lo que fueron capaces de decirnos después de un mes de trabajo, es que «había sido una experiencia linda»…, en fin.
Discernir es discernir; esto es, buscar la voluntad de Dios. Esta voluntad se recibe en la escucha orante de la vida y las personas; en el silencio y el diálogo, y en el fortalecimiento del liderazgo interior. Son unas cuantas palabras con fuerza que, paradójicamente, cuando pensamos que están más logradas y hechas, menos testimonios tenemos de ellas. Nos estamos acostumbrando a creer que nuestras decisiones y giros nacen del discernimiento… y me temo que no es así. Percibo mucho texto sembrado de sinodalidad y poca praxis de comunión en el seno de la sociedad, de la Iglesia y de la vida consagrada.
Esa atención sagrada a la diversidad; esa escucha consciente a la luz que ofrece cada persona queda frecuentemente suprimida en un «dar por supuesto», que es un auténtico «rodillo», aparentemente sinodal, pero letal para las comunidades e instituciones.
Y fíjense, creo que sí hemos entendido hacia dónde nos quiere guiar el Espíritu. Creo que sabemos que quiere otra comunión más clara y abierta… Quiere menos lucha por ser «invitados a banquetes de relumbrón», más vida sencilla y una horizontalidad explícita… Lo hemos entendido pero no lo queremos. Esa es la raíz de un pecado que nos cuesta reconocer y es el clericalismo. Echo de menos un liderazgo inteligente y sin miedo que sepa situarse en la escucha del pensamiento y la libertad. Echo de menos formas que posibiliten la vida, enriqueciéndose en el contexto de la comunión. Echo de menos una libertad evangélica frente a formas del pasado, de otro tiempo y para otras personas que, hoy, constantemente sigue proponiéndose con «barniz de novedad» y agotan la esperanza. Echo de menos la manifestación de un liderazgo interior real que se plante, y ante Dios diga: «hasta aquí hemos llegado», para empezar una desescalada evangélica de normalidad.
Dice mi hermano (y amigo) de comunidad que «el tiempo pone a cada uno en su sitio». Es cierto. Es un tiempo de Dios y no es nuestra percepción la que importa. Pero me reconocerán que estamos perdiendo un tiempo hermoso y urgente para dar pasos de convicción, llamar las cosas por su nombre y dar un giro a situaciones que, por más que se endulcen, anuncian muerte. Quienes escribimos y damos conferencias podemos seguir un tiempo más sosteniendo lo que hay; quienes viven en comunidad pueden aguantar un tiempo más en comunidades sin porvenir; quienes «lideran» pueden conformarse con repetir el canto de la mediocridad que reza: «que me quede como estoy»… Mientras tanto, hay una buena parte de consagrados en «buena edad» que pueden estar perdiendo el tiempo de fecundar la vida. Y puede estar creciendo la resignación y el escepticismo, los discursos huecos y el entretenimiento asambleario, los congresos y simposios –muy «sinodales»– pero sin vida.
Quienes tenemos la misión de acompañar procesos sabemos que la vida no se
«ilumina» con discursos memorizados de ayer; que la vida se escucha y siempre sorprende. Que liderar, –y hacer teología del laicado, del ministerio ordenado y de la vida consagrada– no es solo cosa de memoria y pasado, sino de un hoy atento, de rodillas y con más silencio y creatividad. El liderazgo es real cuando escucha, ofrece respuestas y tiene habilidad para proponerlas. Y no parece que abunde.