Hace unas semanas tuvimos una excursión con un grupo de matrimonios que acompaño. Fue un día de campo distendido y alegre. A la salida también nos acompañaban varios niños, que iban al campo por primera vez. Observando sus reacciones y comportamientos me di cuenta que uno de ellos preguntaba constantemente a su padre: ¿hasta dónde puedo llegar? El padre establecía una meta y Pablo salía corriendo hasta que llegaba al hito indicado, una vez allí se volvía y otra vez gritaba: ¿Y ahora hasta dónde? El padre podía indicarle el camino de vuelta, si había algún peligro o se alejaba demasiado, o establecer otra meta, y para el niño aquello se convirtió en un juego extraordinario y feliz. Pablo tenía claro que quién establecía sus límites y posibilidades, no era otro que su padre. Los demás estábamos allí pero en un segundo plano, aunque a veces hiciésemos algún tipo de indicación o referencia para interferir en su plan, él nunca lo aceptaba.
Esta anécdota, con pregunta incluida, se me quedó grabada. De alguna u otra forma, todos hemos hecho “ejercicio” de límites, unas veces con más éxito, otras con menos… Pues no siempre una voz tan nítida aparece susurrándonos hasta dónde y cuándo. Esta pequeña historia me hizo recordar también la figura de Jesús en el evangelio de Juan, donde se nos muestra en continua referencia a su Padre (esta palabra aparece 115 veces). Y en ese momento intento imaginar y visualizarme a mí mismo a la hora de tomar decisiones, de discernir, de optar… ¿dónde encuentro esa voz? ¿qué o quién establece mis límites? Optar por Jesús y el anuncio del Reino requiere un ejercicio diario y cotidiano, a veces, más difícil y complicado que el de una vez para siempre. Disponerse a entrever la voluntad del Padre, no siempre es un ejercicio fácil, requiere silencio, encuentro, presencia, aceptación… y por qué no también, como Pablo, mucha ilusión y alegría.