«Un mundo sin hogar» y «aquel hombre (o mujer) que siempre va conmigo»
Buscaba una imagen para empezar, alguna frase, idea, expresión, que lograra abarcar lo inabarcable: este mundo nuestro, esta sociedad en la que estamos, nuestro país, nuestra gente, nuestro municipio, y también, nuestra Iglesia universal, nuestra diócesis, nuestra parroquia, nuestra comunidad religiosa, nuestra congregación, el movimiento al que pertenecemos o más sencillamente, la gente que nos tropezamos físicamente, o virtualmente, o mentalmente, al cabo de los días, o algún día, o algún rato dentro de nuestros días. La gente con quienes conversamos, nos reímos, a quienes simplemente saludamos, de quienes recibimos un washapp –interesante o frívolo–; nuestra familia, nuestros amigos, los de siempre o los recién estrenados… ¡Eso, nuestro entorno!
Pero también una imagen, una idea, una clave, sobre cada uno de nosotros. “Aquel hombre que siempre va conmigo”, “con el que converso siempre”, recordando al inolvidable Machado. Es decir, mis pensamientos, esa “mente” que inevitablemente es siempre “la loca de mi casa”, que nos da tanto la lata pero que no podemos (yo, al menos, no puedo) dejarla en silencio y darle vacaciones una temporada. Y esos sentimientos, emociones, “lágrimas y suspiros”, tristezas, soledades, frustraciones, decepciones, pesimismos, escepticismos, fracasos reales o imaginados, cansancios, reumas y achaques, dolores de los gordos, de los que se ceban con nuestro cuerpo y nuestro espíritu y para los que ya no hay paracetamol ni ibuprofeno posible: las quimios, los tratamientos paliativos, (que tampoco palían tanto…). Pero también los goces, los tiempos plácidos, los momentos gratuitos, la primavera empeñada en hacerse presente, las oscuridades de los atardeceres grises que comienzan a esconderse hasta el próximo otoño, la sonrisa de un resobrino que no sabe de qué se ríe, la mirada viscosa en una abuelita de cara ajada por la vida, la frivolidad mezclada con ternura en unos chavales que celebran su fin de entre móvil y móvil a la caza de un nuevo ligue, una palabra conmovedora de Francisco, alguien que te dice: “¡jo, qué bien me vino lo que me dijiste el otro día!”… Bueno, todo eso, el mundo hecho un cisco y yo por el estilo. O no tanto. O tal vez sí. ¡Qué sé yo! ¡Qué difícil es hacer diagnósticos! Que cada uno haga el suyo, o los suyos.
La batidora de la conversión
Y “todo lo anterior” meterlo en una buena batidora que mezcle todos los ingredientes con que contemos sin permitir que cada uno de ellos pierda su sabor específico, su textura propia, su lágrima esencial, su sonrisa imperdible, su idea sobre política, su ilusión por la próxima boda de la hija, su llanto seco por el viejo amigo que acaba de morir, el placer por la última barbacoa con los amigos, la eucaristía celebrada en el pequeño grupo de quienes se conocen, la ¿nueva? composición de la cúpula de la CEE, las próximas primeras comuniones terminales, y lo del autobús rojo con el pene y la vulva, y lo del travesti jugando a ser “virgen y cristo” hazmerreír de nuevo, o el despejar balones reclamando la supresión de la misa dominical por la 2 aduciendo aconfesionalidades y laicidades, o la ¿nueva? edición del Misal Romano donde Dios sigue siendo prioritariamente “todopoderoso/omnipotente” después de un Año de la Misericordia, y donde algunos siguen empeñados en que nos sintamos imputados, reos irremisos, pidiendo perdón constantemente, mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa, sin atisbos ciertos de perdón divino. Y que conserven su sabor, su olor, su frescura, mi paz, mi armonía, mi moderada felicidad, mis ilusiones aunque sean un tanto fantasiosas, mis proyectos de verano, mi sensibilidad ante los 20 millones de africanos en riesgo de hambruna perpetua y sin solución real, y mi rabia contenida porque no hay forma de que a los refugiados políticos o de guerra se les reconozca su dignidad usurpada. Y que no se pierdan mis miedos ante los tuits matutinos de Trump a la espera de un trump-azo fruto de la sensatez y la cordura. Y que los populismos que nos acosan por los cuatro costados se diluyan ante la misma sensatez y cordura que decía ahora mismo. Y todo eso que forma mi yo y mis circunstancias, mi vida, la tuya, la que cada uno viva, perciba, padezca o disfrute en sus caminos biográficos, solo o acompañado.
Porque, hablar de conversión aquí y ahora, es tener todo eso, y mucho más, tan presente y actuante, tan vivo y germinal, que si se obvia, entramos en la vacua dinámica de una conversión sin contenido, formal/cuaresmal, espiritualoide, obligada de miércoles de ceniza a domingo de ramos y hasta el año próximo; o en una conversión infantiloide, aderezada de rezos y «confitores», de ayunos virtuales y farisaicos, o de abstinencia de carnes sustituida por mariscadas cada viernes durante 40 largos días de una cuaresma más, ésta, la de 2017.
Lo que ya sabemos
Aunque no es muy necesario recordarlo, ¿o sí? Primero: que solo Dios nos convierte; segundo: que convertirse es volverse hacia Dios y centrarlo de nuevo en nuestro corazón tan descentrado. Tercero: que convertirse es volverse al otro, al extraditado, al solapado, al descartado, diría Francisco, al pobre de solemnidad y al pobre disimulado. Cuarto: que la conversión no “dura” cuarenta días y luego continúa el comamos y bebamos que mañana moriremos, sino que es tarea, proyecto, necesidad, obligación aceptada que “dura” toda la vida, también la semana de pascua, y el tiempo ordinario largo de verano y vacaciones, y el invierno de bufandas o pieles de bichos muertos o asesinados. Quinto: que hay muchas “cosas” que ayudan, por supuesto: ejercicios ignacianos, convivencias de comunidad, horas santas, años santos, caminos de Santiago, peregrinaciones/excursiones a Tierra Santa, rosarios de colorines, y hasta abstinencia de escribir cada día en Facebook durante cuaresma como hace un cura buen amigo mío. Casi todo vale, o puede valer. Son las “prácticas cuaresmales” que antaño incluían cilicios agresivos y lentejas o garbanzos en el zapato procurando no cojear demasiado para que el sacrificio fuera más íntimo y humilde.
Y luego vendrá la Pascua. ¡El gozo, la alegría, la luz, la primavera empoderada ya de campos y espíritus! Pero para eso todavía falta algo de tiempo. Me han pedido que hable de conversión.
Una conversión más global
Es cierto que la tan llevada y traída globalización que fue palabra y contenido en las últimas décadas ahora ha perdido fuelle. Ahora se lleva más hablar, desear, o esperar en los populismos. Trump, el Brexit, Holanda, Alemania, Le Pen, Podemos, Escocia, “república catalana”, y otros afines, se están poniendo de moda. ¿Y esto a qué viene? Pues porque me pregunto, inocentemente, si dentro de nosotros no habita también un germen larvado de eso que todos llaman “populismo” (político, económico, social, cultural… ¿religioso?) y que yo intuyo que es un eufemismo para no decir “tribalismo”. Porque en el fondo, el concepto “pueblo” es más sano, tiene más gancho, no se ha desprestigiado, está “puesto en valor” en el argot mental y lingüístico de nuestra amada y débil (a la vez) postmodernidad. Nadie tendría éxito de ningún tipo si propugnara o se proclamara “tribalista”. Las “tribus” están mal vistas, hace mucho que “desaparecieron”, son anacrónicas, y suponen virus y bacterias que no gustan al postmoderno. Pero en el fondo, o no tan en el fondo, estamos inclinándonos, o nos están inclinando, hacia un tribalismo de nueva estofa. Lo que vale es lo mío, lo importante es mi historia, mi cultura, mi lengua, mis ideas, mis fronteras, mis tradiciones, la herencia recibida, mi ADN, mis raíces ancestrales, mi producción económica, “yo me lo guiso, yo me lo como”. Estamos en la sociedad de “Juan Palomo”. Aunque no lo decimos, claro, quizás ni hemos reparado en ello. ¿Cómo explicar si no el rechazo patológico y anti-humano hacia las hordas (otras tribus) de emigrantes del Medio Oriente queriendo “invadir” Europa? ¿y las otras catervas de africanos, de diferente color al nuestro, que pretenden asaltarnos desde el sur del continente donde parece que surgió la vida humana? ¿y las otras culturas que “descubrimos” los europeos hace cinco siglos y que ahora pretenden un corrimiento masivo cultural y por tanto peligroso hacia los avanzados pueblos del Norte? (que, por cierto, también proceden de otros lares… ¡pero de eso hace ya mucho tiempo!). Hay que poner en solfa los intentos y los logros de comunitariedad, de uniones de pueblos, de confederación e intercambios, en busca de “más soberanía”, es decir, de más solipsismo, de más “independencia”, de más “Juan Palomo”. Los humanos buscamos nuestro grupo iniciático, nuestra tribu originaria, los valores y genes únicos de los míos, los iguales, los mismos, mi gente, mi tribu. Las diferencias nos asustan, los contactos reales también; la unicidad, el uniformismo, renace siempre en la conciencia de los individuos y de los pueblos.
¿Y qué tiene que ver esto con cada uno de nosotros? Pues que posiblemente –es pura hipótesis de trabajo– todos llevamos dentro una “república particular”, bananera o no, un brexit solapado, un pequeño Trump rubio y multimillonario, una Marine Le Pen que quiere purificar la raza, limpieza de tóxicos exógenos, diferentes y plurales. O un Geert Wilders que azuza nuestros miedos y reservas ante emigrantes, homosexuales o deficientes. O un podemita sin coleta empeñado en un mundo sin otra casta que no sea la suya. Más o menos.
¿Y que tiene que ver esto con la Iglesia? Pues que aquí también hay –es otra hipótesis de trabajo, sin más pretensiones– un tribalismo disfrazado de populismo, o de uniformidad clericalizada. ¿Qué es, si no, el clericalismo, integrado por solo varones y célibes? Y tal vez llevamos dentro alguna brizna de algún cardenal “rebelde”, algo de Brandmüller, Burke, Caffarra, Meisner o Müller. O de algún obispo o cardenal español, incluso. Por eso no acabamos de aceptar una Iglesia en salida. ¿Salir? Salir siempre da miedo, es mejor quedarse en casita; vivimos en invierno, “son días de cabaña”, “cada cual en su casa y Dios en la de todos”. Evitemos peligros, los contactos producen contagios, mejor vacunarse, inocularse un Dogma imperecedero y un Código de Derecho que nos dé seguridad y seguridades. Los diálogos siempre son peligrosos: se puede ceder, se puede renunciar a verdades perennes y eternas; podemos sumirnos en el temible caos; se puede caer en el “todo vale”, se nos puede desmoronar el castillo tan bien construido y pertrechado durante siglos, sin grietas ni disfunciones, solo con algún puente levadizo para que salga el que se porte mal, o entre alguien si interesa a los amos y señores; pero el toque de queda es innegociable. Una Iglesia hospital de campaña es siempre un riesgo, y riesgos, los menos. No todo es “trigo limpio”, dixit alguna autoridad. Una Iglesia vuelta hacia fuera siempre incordia. Es preferible mantener la casa limpia, pero que sea nuestra, de la tribu de siempre, con las piedras angulares de toda la vida. ¿Populismo? ¿Tribalismo/clericalismo eclesial?
Una conversión eclesial “más global” en este “mundo sin hogar”, tentado del sectarismo de la tribu, es también contenido de conversión para esta santa Cuaresma. Es decir, “convertirse” (o mejor, estar dispuesto a ser convertido por el Espíritu Santo) no es solo algo personal, individual, mío, de centrarme más después del descentramiento habitual, es también, además, una conversión eclesial, es decir, estructural, que atañe no solo a Roma, también a nuestros obispos, también a nuestros párrocos, a nuestros religiosos y religiosas, también a nuestros laicos. ¿Hay que recordar que la Iglesia somos todos? Esta es la reforma a la que llama a voces el papa Francisco, tan desoído por temido en algunos sectores eclesiales, no solo por los cardenales con nombre propio de líneas anteriores, sino por quienes disimulan, como camaleones que cambian de color según el color “puesto en valor” por el pontificado romano de turno. Ser “francisquista”(palabra horrenda, por cierto) no puede ser otra cosa que ser discípulo de Cristo, es decir, volverse a Jesús de Nazaret, convertirse cada día a Él, abrirse con cordialidad al mundo que vivimos, en definitiva, vivir según el Evangelio.
Algunas pautas para una
conversión eclesial
- La conversión (reforma) eclesial es cosa de todos los bautizados y bautizadas, no corresponde solamente al papa, los obispos, los sacerdotes, los religiosos.
- La conversión eclesial no tiene lugar solamente en cuaresma, sino durante todo el año, durante toda la vida. Es tarea constante de la Iglesia.
- La Iglesia, al ser histórica, es siempre pecadora y por tanto, susceptible siempre de conversión y renovación.
- La conversión eclesial es siempre un retorno a Jesucristo, muerto y resucitado.
- La Iglesia es siempre mediación, camino, sacramentum de encuentro con el Dios revelado por Jesucristo.
- La Iglesia no puede confundirse con la mundanidad del lugar y momento histórico en que vive.
- Pero la Iglesia solo se entiende en el mundo o situación concreta en que se encuentra. No es un ente abstracto ni ahistórico. No es gueto ni secta.
- La Iglesia debe tener una mirada cordial y empática con la sociedad en que vive.
- La Iglesia tiene derecho a decir “su” palabra que ha de ser siempre la Palabra de Jesucristo, pero sin tratar de imponerla a nadie, respetando todas las demás opciones siempre que no atenten directamente contra la dignidad humana
- La Iglesia tiene derecho a recuperar su “sitio” en el corazón y en la realidad española; está obligada a recuperar la credibilidad perdida, en parte, por sus comprensibles, que no justificables, errores históricos; pasados y presentes.
- La Iglesia no debe caer en el ostracismo, el oscurantismo, el secretismo, el complejo de culpa histórico; no puede blindarse ante las ofensas y ataques de algunos sectores de la sociedad. No es un avestruz.
- Pero la “defensa” de la Iglesia no puede ser agresiva, ácida, hostil, prepotente, parcializada, victimista. La Iglesia no puede ni debe “estar siempre a la defensiva”, sino “aprender a defenderse” utilizando planteamientos, ideas, lenguaje, argumentos, que sean asequibles o comprensibles para la variedad de sensibilidades, ideologías, lenguajes o mentalidades de la gente de hoy.
- Finalmente, la Iglesia debe reconocerse siempre como pecadora, casta et meretriz; semper reformanda. Y entonar un sincero, humilde y auténtico mea culpa.
- Mientras más nos convirtamos todos, como Iglesia, mejor mostraremos el verdadero rostro del Misterio de Dios, que nos enseñó Jesucristo.