HABLAMOS DE MEMORIA

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La capilla de la casa general del Instituto de la Santísima Trinidad de Valencia es espectacular. Tiene esa armonía que invita a creer sin nostalgia. No es un lugar para la vuelta, sino para el envío. Hay sitios por los que uno pasa y se convierten en algo especial para la misión. La evocación constante y en todo de ese Dios Trinidad que es comunidad, participación, diálogo y escucha me ha marcado.

Hubo un momento, al acabar una celebración que quise saber más sobre el retablo. Los años por él pasados, la cantidad de promesas y disponibilidades que en susurros de generaciones de religiosas le fueron llegando. Le pregunté al retablo por las generaciones de novicias que había visto desfilar, sus vidas y sueños allí fraguados que se convirtieron luego en presencias silenciosas al lado del que sufre y necesita consuelo. El Instituto de la Trinidad no tiene obras de relumbrón, pero tiene muchas «presencias semilla» que sin ellas, sería impensable el relumbrón de caridad de nuestra Iglesia. Cada día estoy más convencido de que ahí reside la fuerza profética de la vida consagrada«Muchos pocos transformando un mundo que parece un muro, pero que se muestra débil ante la fuerza imparable de pequeñas semillas».

Cuando estaba observando el retablo me llamó la atención el sagrario. Una joya que sigue siendo admiración de quienes diariamente lo observan y cuidan. Se acerca una religiosa mayor y cuando le pregunto por su origen, me dice muy resuelta: «a ver cómo se lo cuento, porque tengo 88 años y me está fallando un poco la memoria». Nos miramos y espontáneamente nos brotó una sonrisa. «Me está fallando un poco la memoria» tiene su gracia. Si a esa edad no falla algo la memoria, quiere decir que nos saltamos la barrera de lo normal. La vida religiosa tiene mucha edad y le falla algo la memoria. Quizá en esos dos rasgos esté su potencial desconocido para este tiempo. Sigo creyendo que hace falta edad para emprender un itinerario de reforma sin miedo. Hace falta haber gustado la libertad de Dios para emprender rutas nuevas, difíciles e inseguras pero necesarias. Me da que otras edades tenemos puentes demasiado seguros con el sistema y la libertad se queda en un buen argumento filosófico. Por otro lado, sin falla un poco la memoria, también tiene uno más frescura para iniciar caminos nuevos. La memoria tiende a obligarnos a transitar por terrenos conocidos por estériles que sean.

Por eso, se me ocurre que un buen paso para encarnar «la alegría del evangelio», propuesta por un Papa anciano, es asumir la edad como posibilidad y sabiduría de Dios y, también decidirse a perder memoria, para evitar el lastre de quedarnos en formas y usos que dándonos seguridad ayer, se convierten hoy en una dificultad grave para hacer posible el Evangelio a nuestro mundo. Lo que salva a la vida religiosa es que sepa hacia dónde camina.

Ojalá, como expresa bellamente María Zambrano, nuestro caminar sea hacia la Aurora, «con sus alas extendidas pasando por los avatares que sean necesarios, por no dejar de estar bajo la sombra del Santo Espíritu, esta Aurora lleva a la luz que redime las tinieblas y es lo único que apetece al inquieto corazón de toda criatura».

Ojalá en todos los religiosos y religiosas y en las obras de misión en las que estamos se perciba, sin dificultad, que lo único que hay son corazones que laten en esta tierra por la fuerza y esperanza de la Aurora.