Gustad y ved qué bueno es el Señor:

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El evangelista dice que publicanos y pecadores se acercaban a Jesús a escucharle. Y los fariseos y los escribas, murmurando, que no imitando y mucho menos admirando, nos dejan un valioso testimonio de lo que llevaba consigo aquel acostumbrado “acercarse a Jesús”, cuando dicen: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”.

No me digas que en ese comportamiento “acostumbrado” de los pecadores con Jesús y de Jesús con los pecadores, no has reconocido lo que en seguida se cuenta en la parábola del padre que tenía dos hijos: el pecador que se acerca, el padre que acoge y que prepara un banquete de fiesta por el hijo reencontrado.

A aquel hijo, que se había ido lejos de la casa y de la vista de su padre, y que ahora se ha puesto en camino “adonde estaba su padre, cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo”.

Ya sabes lo que significa “acoger”: ver, conmoverse y correr para abrazar y besar.

Aquel hijo que venía de lejos, si no desnudo como el hombre después de haber comido del árbol prohibido, volvía harapiento y hambriento.  El hijo sólo puede decir: “He pecado”. El padre dice: “Sacad en seguida el mejor traje, ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies, traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete”. Aquel padre no se queda en dar de comer al hijo que llega con hambre, sino que necesita hacer fiesta por el hijo que ha recobrado con vida.

Y ya sabes también lo que significa que Jesús comía con pecadores: era comer y hacer fiesta, porque a Dios la casa se le llenaba de hijos que volvían de lejos.

Mientras escuchamos el relato, el corazón se nos sobresalta, pues el espíritu advierte que, con palabras y hechos de otro tiempo, se habla de los pecadores que hoy nos acercamos a Jesús, de los fieles a quienes Cristo Jesús acoge en esta celebración, de la comunidad eclesial con la que el Señor de la vida se sienta hoy a comer.

“Hoy os he despojado del oprobio de Egipto”, dice el Señor; hoy te he despojado del oprobio de guardar cerdos y padecer hambre en un país lejano, hoy comerás en la casa de tu padre, hoy estarás conmigo en el paraíso.

Ahora, Iglesia acogida y sentada a la mesa del banquete del reino de Dios, entona tu canto con el salmista, aclama con el pueblo que en aquella Pascua comió por primera vez los frutos de la tierra prometida, haz fiesta con el hijo que de lejos ha vuelto a su padre, con los pecadores que se acercaban a Jesús: “Gustad y ved qué bueno es el Señor”. Gustad la abundancia de la mesa de Dios, entrad en la fiesta de su alegría por vosotros, gustad y ved y bendecid al Señor en todo momento, que su alabanza esté siempre en el corazón y en la boca de los fieles.

Y no olvides que, si ésta es la historia de un padre y de sus dos hijos, es también una historia de hermanos. Advierte que la dificultad que no hay en que el padre abrace al hijo perdido y haga fiesta por él, la hay en que el hermano acepte abrazo y fiesta, tanta dificultad que, para superarla, el padre ha de recurrir a palabras llenas de humildad y ternura: “Deberías alegrarte, hijo, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Al que estaba enojado, le llama “hijo”, que es mucho más que regalar un cabrito para comer con amigos. Y del otro le recuerda que es “su hermano”, que es mucho más decisivo, comprometido y exigente que ser amigo.

Comunión: Tiempo para la alegría del encuentro con nuestros hermanos en la casa del padre, a su mesa, en la comunidad eclesial.

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