Galería bíblica de ancianos

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Galería de ancianos

«Tenía Moisés ciento veinte años…»

 LA EDAD DE MOISÉS
Leemos una noticia cronológica al final del libro del Deuteronomio, el quinto libro de la Tora: «Tenía Moisés ciento veinte años…». A esa edad tan avanzada murió Moisés en la cumbre del monte Nebo, pero sin que se hubiera apagado su ojo ni decaído su vigor (Dt 34,7). ¡Un auténtico prodigio de la naturaleza!, diríamos nosotros. Si, atentos a las tradiciones bíblicas, descontamos los cuarenta años de la travesía del desierto, resulta que se habría presentado ante el Faraón a la edad de ochenta años. Al abandonar Egipto y refugiarse en Madián era un joven casadero; echémosle unos veintitantos años. ¿Vivió Moisés entre los madianitas unos sesenta años? ¡Es inverosímil…! Respetemos, sin embargo, el cómputo de los autores bíblicos. Tal vez el narrador quiera decirnos, con el lenguaje de los números, que la vida de Moisés fue colmada y rebosante, aunque no sea él quien remate la misión que el Señor le ha confiado. Dicho de otra forma, ciento veinte años son la duración ideal de una vida humana. De acuerdo con la tradición judía, de la que se hace eco el libro de los Hechos, la vida de Moisés se divide en cuatro períodos de la misma duración: cuarenta años en Egipto (Hech 7,23), otros cuarenta en Madián (7,30) y cuarenta más en el desierto a partir del éxodo (7,36). Pero dejemos a los autores bíblicos con sus números y acerquémonos al personaje.Galería de ancianos

EL HOMBRE DE UNA MISIÓN
Según el famoso adagio latino que traduzco: «Tal es la muerte, cual fue la vida». Moisés murió, cuando «sus ojos no se habían debilitado, ni había disminuido su vigor». ¿De dónde o de quién procede un vigor tan excepcional? Cuando Dios llamó a Moisés, éste no aparece vigoroso, sino pusilánime. En el episodio de la zarza ardiendo, Dios ordenó a Moisés lo mismo que mandara a Abrahán: «Vete». Este imperativo arrancó a Abrahán de su tierra y parentela. La orden que recibe Moisés se completa del siguiente modo: «Vete; yo te envío al Faraón para que saques de Egipto a mi pueblo, a los israelitas» (Ex 3,10). El Patriarca obedeció de inmediato, sin decir ni una sola palabra. Moisés formula sus dos primeras objeciones. ¿Precisamente ha de ser él el que haya de ir al Faraón? Tuvo que abandonar Egipto porque el Faraón pretendió matarlo. ¿Es él el más indicado para sacar a su pueblo de Egipto, cuando los hebreos le habían rechazado? ¿Quién soy yo para asumir tal misión?, pregunta Moisés a Dios. Éste acepta la pregunta, pero responde transformándola por dentro: «Yo seré (estaré) contigo», le responde a Moisés. Éste ya no es el que era, un simple ser humano; en Moisés se desvela el ser divino. El nombre de Dios pertenece desde este preciso momento al nombre de Moisés. Moisés no capta la hondura de lo que Dios le ha dicho. Necesita algo tangible, o al menos audible, para poder presentarse ante el Faraón y ante su pueblo en nombre de alguien concreto. Si le preguntan cómo se llama, cuál es el nombre de aquel que le envía, ¿qué les responderá? Dios accede a la petición: ha de decirles: «Esto responderás a los israelitas: ‘Yo-soy’ me envía a vosotros » (Ex. 3,14). Yahvé, el Existente, es el nombre pedido por Moisés. Yahvé está implicado en la historia de su pueblo, y en la vocación de Moisés. Descubrirá la presencia de Yahvé el que sepa identificar su actuación en la historia. Moisés se muestra renuente. Formula una cascada de tres nuevas objeciones: ¿Y si no me creen? ¿Y si no me escuchan? ¿Y si dicen no se te ha aparecido Yahvé? (Ex 4,1). Desde que Dios se adentró en Moisés y le dio nombre («Yo-soy-contigo»), ya nadie puede creer en Yahvé sin creer en Moisés. Es el transmisor de la palabra de Yahvé, de ahí que deba ser escuchado. Bien sabe Moisés que Yahvé se le ha aparecido, se le ha mostrado. Aun a riesgo de que el pueblo niegue que Yahvé se le haya aparecido a Moisés, éste ya no puede permanecer en silencio: ha de hablar en el nombre de Yahvé. Surge aquí una nueva dificultad: «Por favor, mi Señor –suplica Moisés–, yo no tengo facilidad de palabra…; soy poco elocuente y se me traba la lengua» (Ex 4,10). ¿Quién le ha dicho a Moisés que haya de hablar por su cuenta? Antes se le ha asegurado que «Yo-soy» forma parte del nombre de Moisés; ahora se le añade: «Yo estaré en tu boca cuando hables» (4,12). Es la sexta objeción, semejante a la que leemos en el relato vocacional de Jeremías (1,6). Parece que Yahvé ha vencido todas las resistencias del asustadizo Moisés. No es así. Moisés presenta una séptima y decisiva dificultad, con matices de rebeldía: «¡Por favor, mi Señor, envía a cualquier otro!» (Ex 4,13). Nos hallamos en el límite. ¡A la séptima va la vencida! Llegados al límite, se colma la paciencia de Yahvé, y responde encolerizado: si Moisés no sabe hablar, por más que transmita una palabra prestada, ahí está su hermano Aarón (sacerdote). «Tú le indicarás lo que debe decir; yo estaré en vuestra boca…» le asegura Yahvé a Moisés (4,14-15). Al final de este itinerario de réplicas y contrarreplicas, de dificultades solucionadas y de resistencias abatidas, he ahí a Moisés al frente de una misión: arrancará a su pueblo de la esclavitud egipcia, lo unirá en alianza con Yahvé, lo guiará a través del desierto y lo asentará en la tierra prometida. ¡Ardua y larga empresa, para la que necesitará colaboradores! De momento podemos dar respuesta a la pregunta formulada. Los ojos de Moisés han visto a Yahvé, y continuará viéndolo a lo largo de su misión. Llegado a la edad de ciento veinte años, sus ojos aún «no se habían apagado ». Su vigor no había decaído, porque procede de una fuerza sobrehumana: la de Yahvé, presente en el nombre de Moisés y en su boca. La tarea que se le confía estará erizada de innumerables obstáculos y el camino que conduce a la tierra sembrado de no pocos tropezones, que Moisés superará con su vigor y tenacidad, y, sobre todo con la ayuda del cielo.

DIFICULTADES DE LA MISIÓN
Las primeras dificultades proceden del Faraón. Sería una insensatez prescindir de una mano de obra barata. Lo único que consigue Moisés es que su pueblo sea más vejado aún. La culpa de una esclavitud más oprimente la tienen Moisés y Aarón: han logrado que el Faraón y su corte odien a los israelitas (cf. Ex 5,21). El responsable de esta lamentable situación, en última instancia, es Yahvé, tal como denuncia quejumbrosamente Moisés: «Desde que fui a hablar en tu nombre al Faraón, él está maltratando a tu pueblo y tú no has hecho nada para librarlo » (5,22). Se suceden las plagas, una tras otra, y el Faraón se obstina más y más. Tan sólo la muerte de los primogénitos doblegó tanta terquedad, hasta el punto de que el Faraón expulsó a los israelitas (12,21). Pronto se arrepintió el Faraón. Enseguida puso en marcha todo su poder bélico, con la intención de exterminar a todos los expulsados. Éstos, que «muertos de miedo clamaron al Señor», habrían preferido morir en Egipto antes que perecer en el desierto. ¿No habrá sido malintencionada la intervención de Yahvé? ¿No los habrá sacado de Egipto para matarlos a orillas del mar? Preguntas de esta índole anidan en el corazón de Israel. Aunque los israelitas han sido testigos del poder salvador, y han entonado un himno de reconocimiento a Yahvé, se repite una y otra vez el estribillo: «Nos ha sacado de Egipto para hacernos morir en el desierto». Así sucede cuando pasan hambre, o les abrasa la sed, o cunde el cansancio… En estas o similares circunstancias, se suceden las murmuraciones contra Moisés, que en realidad son un conjunto de rebeldías contra Yahvé. El pueblo sediento está a punto de apedrear a Moisés ¿Y Moisés qué hace? Dirigirse a Dios con una pregunta: «¿Qué puedo hacer con esta gente? » (Ex 17,4). El Señor le asegura la misma ayuda que le prometió al ser llamado: «Yo seré (estaré) contigo» (17,6). Cuando Yahvé, irritado por la rebeldía idolátrica de su pueblo, está dispuesto a castigarlo con la pena capital, Moisés intercederá para que el pecado le sea perdonado; si el Señor no lo perdona, Moisés añade una insólita petición: «Bórrame del libro donde nos tienes inscritos» (32,32). Tanto la ayuda prometida como la petición desesperada muestran la situación comprometida en la que se encuentra el Caudillo del éxodo: entre la enemiga del pueblo y las presiones divinas. Pese al desaliento y al cansancio, lo terrible, lo desesperado es lo que ocurre en el remate de la misión. Ésta concluirá cuando el pueblo esté asentado en el territorio de Canaán. Moisés ha conducido al pueblo ante las puertas, al otro lado del Jordán. Está fuerte y vigoroso, sin ninguna enfermedad; tiene intactos y acrecidos prestigio y ascendencia. Sólo le falta llamar a la puerta y entrar. Pero la muerte se adelanta a Moisés, y él, como confidente del Señor, recibe el aviso de prepararse a morir. Si Moisés muere, ¿quién llevará al pueblo al descanso, a la tierra?

CONTINÚA LA MISIÓN
Moisés anciano y moribundo nos proporciona una lección sublime. La misión que se le ha encomendado es más larga que la vida de un hombre longevo. ¿Puede decir el anciano: he cumplido mi misión? ¿No ha de decir más bien: he realizado el tramo asignado de una misión que es mucho más grande que yo? Esta lección la aprendemos de Moisés, que en tiempos pasados hubo de compartir su espíritu con otros setenta colaboradores para un gobierno colegial. Antes de morir el anciano Moisés, y siguiendo las instrucciones divinas, elegirá a Josué, un hombre de grandes cualidades, le impondrá las manos, lo presentará al sacerdote y a todo el pueblo, le delegará parte de su autoridad, y le dará las instrucciones recibidas del Señor (cf. Nm 27,12-22). Moisés no elige a un sucesor, reservándose para sí toda la autoridad, sino que delega en Josué parte de su autoridad. Moisés no está celoso de Josué, al que un día no muy lejano Dios le dirá: «Hoy mismo voy a comenzar a engrandecerte a los ojos de todo Israel, para que sepan que estoy contigo lo mismo que estuve con Moisés» (Jos 3,7). «Yahvé estará contigo», le había anticipado Moisés (Dt 31,6). Es decir, un mismo nombre («Yosoy [estoy]-contigo») identifica en la misma y única misión a Moisés y a Josué. Moisés ya puede morir como vivió: como siervo de Dios entregado a la liberación del pueblo. Moisés fue «un hombre de bien, que gozó del bien de todos», canta el Sirácides al elogiar a los antepasados (Sir 45,1) Hay personas que no saben vivir sin una tarea. La jubilación les acelera la muerte. Para Moisés la muerte es su jubilación, y la misión, para la cual ya había buscado un colaborador, continuará. ¡Cuántos son celosos de su autoridad y mantienen el monopolio de sus decisiones! Moisés, no. No ha buscado un sucesor en Josué, sino un auténtico colaborador. La historia no es una sucesión de generaciones: unas se van –se reúnen con sus antepasados, según la expresión bíblica– y otras vienen. Mientras una generación va madurando, la otra comienza, y las dos conviven: comparten el mismo tramo de tiempo y el mismo escenario. Día llegará en el que desaparezca del tablado del mundo la generación de los mayores, de los ancianos, y la función continuará. Lo bello, lo noble y lo más atinado es que la generación de los mayores convierta en contemporáneos y en colaboradores a los que forman la generación siguiente. No son sucesores, sino contemporáneos y colaboradores en la misma misión, como Moisés y Josué. Ambos tienen el mismo nombre: «Yo-soy/estoy-contigo». Todo esto vale para nuestras comunidades y congregaciones religiosas. Murió Moisés, después de haber visto la tierra desde las alturas del monte Nebó, y se reunió con sus antepasados. Moriremos nosotros y ascenderemos, no al monte Nebó, sino a la casa del Padre. Antes de ascender al Padre, tendamos una última mirada a los nuestros que quedan. Quiera Dios que sea una mirada de esperanza, porque el pueblo de Dios aún debe entrar en el descanso. Josué continuará nuestra tarea.