Es el momento de quitar, capa sobre capa, los añadidos que la historia nos ha ido dejando. Las costumbres, con las que los miedos nos han ido vistiendo. ¡Es el momento!
Quizá, por ello, estamos preparados para distinguir el culto de la cultura; el carisma de la inercia, y la comunión de la organización. Puede que así, de una vez, nos revelemos ante la tozuda imposición de convertirlo todo en geriátrico, en pasado… Eso sí, insistiéndonos mucho en estar sonrientes ante quienes ahora hacen, dicen, proponen y gestionan en nuestro nombre. Porque lo llamamos “misión compartida” aunque, en realidad, suena muchas veces a “toalla tirada” porque no estamos tan juntos, ni ha nacido, estrictamente, de un proceso de oración y discernimiento común.
Si hay algo sorprendente en la vida de los consagrados es su concepción del tiempo. Por vocación experimentan una capacidad nueva para relacionarse con la realidad. Así, quienes tienen edad para ser abuelos y más, son capaces de empezar de nuevo una y otra vez; quienes tienen edad para generar familia, viven el compromiso bien real de cómo cuesta sostener una casa, una familia y una esperanza. Los pocos que tienen una edad juvenil, pueden conectar con la realidad, porque el seguimiento de Jesús no los aparta de su tiempo. Como a los mayores y los medianos; las mayores y medianas, los jóvenes pueden vivir con plenitud su pertenencia a este tiempo y este siglo.
Pero, esto se logra cuando se hace un viaje hacia la esencialidad. A lo verdaderamente importante. Creo que ese es el «viaje-destino» de este tiempo, y es el único que puede liberarnos del peso de la rentabilidad, los seguros sanitarios, funerarios y últimas voluntades.
La esencialidad para los consagrados es la vida eterna que, paradójicamente, es un compromiso eficaz con la vida presente. Es esencial recrear y recordar por qué estás y para qué te has quedado. Es imprescindible ese por Quién, como pregunta y como segura/inseguridad. Tiene uno la sensación de que, en un marasmo confuso de pertenencia, las grandes cuestiones vocacionales quedan difuminadas y hasta perdidas. Queda solo una rutina sin vida, con una petición vocacional amorfa, sin capacidad para suscitar: “¿qué debería ofrecer mi vida para posibilitar que otros u otras tengan sitio en el carisma?”
El viaje a la esencialidad es, por supuesto, un descubrimiento de la oración como don para la vida, y como vida para el don. Una oración plena, necesitada, buscada y real. Una oración vaciada del exceso de palabrería y “estética”, que la “fábrica de la religión” nos ha dejado como memoria, pero no como fe. Una nueva escucha de los Salmos, y el sabor de la Palabra, sin palabras. Un nuevo modo de sentarnos, reconocernos y contemplarnos en torno a Quién queremos creer, necesitamos creer, nos gusta creer. Sí, a los consagrados nos gusta este estilo de vida, por eso lo hacemos creativo, llamativo, atractivo. Por eso el seguimiento no es más seguimiento cuanto más vulgar, y más rancio. Por eso las relaciones entre nosotros son ejemplo de calidad y de vínculo interpersonal. Somos testigos de la palabra dada, la fidelidad feliz, la segura inocencia de creernos todo y a todos, y la paz interior que se transforma en un peligroso anuncio a nuestro alrededor porque genera misión.
Por todo ello, nuestra forma de seguir a Jesús no está acabada, es perfectamente nueva y contemporánea de este tiempo incierto e inmensamente plural. Quiere decir que no podemos gastar la energía en poca cosa, en fuegos artificiales, en mero entretenimiento. Para nosotros gastar la vida es celebrarla, y compartir la esperanza como compromiso sacramental con el mundo, al que queremos servir y comprender; al que necesitamos amar y al que nos sabemos vinculados. Por eso somos testigos y encarnamos esos dones que no se confunden ni dejan contagiar, esos dones que liberan y crean novedad allí donde están, y que se llaman carismas. Se llaman libertad.
Sería muy transformador que, sin hacer ruido, sin homenajes ni premios, sin asambleas ni fotos, cada consagrado firmase un pacto silencioso con Dios con el compromiso de ser feliz y permitir la felicidad. Sería la penúltima voluntad. Y sospecho que tendría luz.



