Seguimos con la historia de Juan el Bautista en estos evangelios de adviento y parece que se nos desdibuja un poco la imagen de Belén a la que llegaremos en unos días.
Juan bautizaba con agua, le faltaba lo fundamental: el Espíritu. Por ello el pueblo le preguntaba qué hacer y él le contestaba con buena ética y mensajes apocalípticos. Pero le faltaba algo, quizá como a nosotros hoy.
El Espíritu que solo puede venir con la contundencia de la brisa suave en esa noche (así nos la solemos imaginar) de pesebre pleno de Dios. El derramarse copiosamente en nuestra carne frágil y esperanzada va a cambiar todo. Con este acontecimiento de pastores y magos que llegan desde los márgenes también se destila el Espíritu que está más allá y más acá del reparto de túnicas o de comida, de no exigir más de lo establecido, de cualquier ética por muy buena que sea.
Con el Espíritu llega el tiempo nuevo y colmado de una buena noticia que trastoca el orden establecido, que nos hace hijos en el Hijo y devuelve la confianza a los que ya no podían acceder a la ética porque estaban excluidos de la bondad (acordaos de Zaqueo y de la gente que decía «este come y se hospeda en casa de pecadores»).
Espíritu que cubre y hace fecunda a María, a la Iglesia, al Reino, a nosotros. Expectación que se completa no por las preguntas de «Qué tengo que hacer» sino por la de «Maestro dónde vives?»
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