VII DOMINGO TIEMPO ORDINARIO.
Dios está en todas partes, pero el hombre necesita tener constancia corpórea de la divina presencia, y esa función de dar corporeidad a Dios la han desempeñado siempre los lugares sagrados: necesito saber que Dios me mira, que me presta atención, que se ocupa de mí. Aquellos cuatro levanta techos no sabían que estaban poniendo a su enfermo ante los ojos de Dios, no sabían que le iban a dar a aquel hombre la oportunidad de oír palabras de Dios, aun esperando confusamente que sobre él se manifestase el poder de Dios.
Ellos no sabían, pero a nosotros se nos ha concedido la gracia de saber.
Sé que soy pecador; sé que necesito sobre mí la mirada del Señor, sus palabras, su poder; y sé dónde buscar lo que necesito.
Aquellos cuatro levantaron unas tejas encima de donde estaba Jesús, abrieron un boquete y descolgaron la camilla con el paralítico.
Yo sólo he de dejar que la luz de la fe me guíe hasta al cuerpo de Señor y me deje bajo la mirada de la piedad de Dios. Esa luz me lleva a la Eucaristía, a la comunión con Cristo, comunión de un pobre pecador con la santidad que en la gloria hace palidecer de hermosura a los ángeles y a los santos. Esa luz me lleva a la Iglesia, cuerpo de Cristo: “Él se entregó a sí mismo por ella, para consagrarla, purificándola con el baño del agua y la palabra”. Esa luz me lleva a los pobres, cuerpo arcano y doliente de Cristo, en los que encontraré la llave que abre a los pecadores el reino de Dios.
Eucaristía, Iglesia y pobres, tres cuerpos ante los que la fe puede descolgar nuestra vida pecadora para que Cristo nos mire y nos perdone.