ESLÓGANES DE IMPACTO

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Afirma Máriam Martínez Bascuñán, en su muy recomendable libro, El fin del mundo común (2025), que lo que está en juego no es una falta de información, sino una ausencia de reconocimiento. Quizá ahí podamos situar esa búsqueda sincera de la verdad entre lo personal y lo comunitario. Paradoja que, si se me permite, es más elocuente en quienes asumimos como estilo de vida y referencia, lo comunitario, como ocurre en la vida consagrada. Ciertamente, contamos con información más que abundante sobre estilos e historias de vida comunitaria; sin embargo, no son tan frecuentes los testimonios de experiencias de comunión, de auténtica pertenencia, donde sea manifiesto el reconocimiento. Aquel que no peca de ficción, y evidencia que cada persona pertenece a alguien, e importa a alguien.

Frecuentemente, nuestros estilos de liderazgo se emplean a fondo en la información. Centones de anuncios, convocatorias, fechas, horarios y reuniones que buscan loablemente que las personas se encuentren y descubran el don de la comunión. Infinidad de informaciones con prolijas descripciones, que paradójicamente ya no conectan a quienes no se conforman con ser una fecha, un número o una pieza para mostrar “no se sabe qué vínculos”.

El fin de lo común no es la consecuencia de un individualismo atroz e infiel a la fraternidad, es la tozuda realidad de crear y ofrecer ficciones de pertenencia sin integrar la humanidad de las personas. Es, sin duda, uno de los signos en donde de manera más clara vemos que el paso de la antigua vida consagrada a la actual está siendo muy difícil. En la vida consagrada, las promociones más numerosas pertenecen a generaciones con mucha edad que fueron fuertes, y ahora son muy débiles y, además, están bastante divididas porque no comparten una visión común de los hechos. Y, sin embargo, todavía la organización de las comunidades y su ritmo, es deudora del ese estilo societario de los antiguos seminarios o “aspirantados”, sin caer en la cuenta que aquellas identidades ya no existen y la comunidad del siglo XXI es un espacio de vida compartida donde nada es posible si la persona no crece afectivamente, no se ve reconocida, no experimenta confianza o no percibe encuentros de calidad. Es, en este sentido, una propuesta mucho más exigente y arriesgada. El hilo que vincula el relato de la “pertenencia común” es tan débil que se parece a un espectáculo en el cual se suceden escenas sin conexión con las vivencias íntimas de cada uno. Porque no es necesario conocer toda la historia para saberte querido; pero es imprescindible saberte querido para que una historia te importe.

Todos intentamos que el pasado nos dé seguridad. Pero, para la vida consagrada, esa seguridad es una auténtica prisión que le impide sincronizarse con este tiempo y poner luz en la urgencia que reclama una vida compartida real; sin propiedad ni miedo; sin ritmos impuestos y sin la tensión de querer adoctrinar a los demás con la propia historia, la propia cultura y los miedos propios. Aquella nostalgia de los grandes relatos comunes ha caído, afirma Marián M. Bascuñán, “ha virado hacia los eslóganes rimbombantes, donde lo que importa no es su veracidad, sino el impacto”. Y ahí estamos, en una sucesión de eslóganes de poca duración en el tiempo, pero con suficiente impacto en el momento como si la vida consagrada fuese un ingenuo grupo de sedientos y sedientas que confunden el jugo de la vida con efímeros tranquilizantes.

Quien vive de eslóganes termina creyéndolos y reiterándolos. Basta que alguien afirme con solemnidad que algo no tiene futuro, para que quede cuestionado; basta con que alguien diga con cierto poder, “por aquí…” para que nazca algo. Es el triunfo de la posverdad en detrimento de la comunión y el discernimiento. Hay decisiones en el liderazgo de la vida consagrada que son eslóganes en cadena y tienen la misma veracidad que los titulares de prensa para los que ha bastado que una cantante de éxito se vista de “monja”, o que la película “Los domingos” tenga cierto éxito de taquilla, para afirmar un despertar espiritual.