Dios ha querido, esta semana, estar presente en el templo del cuerpo muerto de un bebé -de unos dos años- abandonado, envuelto en telas, dentro de una maleta vacía, en las vías del apeadero de La Argañosa, a las afueras de Oviedo.
¿Por qué digo esto? Pues sencillamente porque los niños siguen estando amenazados por Herodes y porque Dios hubiera querido que se le dedicara más atención a ese templo humano que al de Letrán que celebramos.
Y no es que quiera hacer una enmienda a la liturgia de hoy, que va. Creo que es necesario dedicar a Dios un espacio; tanto en nuestro corazón como en el lugar donde habitamos. ¡No faltaba más! Sin embargo, algo se rebela en mí cuando damos más protección a los edificios, a las instituciones, a algunos animales que a las personas.
En el evangelio nos encontramos a un Jesús descompuesto ante la injusticia cometida contra el templo de Salomón. Aquel lugar había sido dedicado a Dios para encontrarse con sus hijos. Pero, que ni era lugar de oración ni la mayoría de los judíos podían acercarse a ofrecer culto.
Jesús conoció bien ese Templo: en él fue presentado por sus padres, allí se perdió de adolescente, en él rezó de joven y en él predicó -por sus atrios- de adulto. Sabía de las trabas -morales y monetarias- que sacerdotes, escribas y fariseos ponían a la gente sencilla para acceder a Dios.
Sacralizar piedras y espacios es muy fácil. Las ermitas no se quejan, los santuarios no pasan hambre, los campanarios no piensan, los tejados no tienen corazón; si acaso se envejecen y agrietan y hay que restaurarlos. Dios -recuerda Isaías- no necesitaba de esos templos: ¿Qué templo podréis construirme; o qué lugar para mi descanso? Todo esto lo hicieron mis manos, todo es mío -oráculo del Señor. Y Jesús sabía que el Padre había permitido la construcción para habitar en medio de su pueblo.
Sacralizar al prójimo es más difícil porque se queja, pasa hambre, piensa, tiene corazón y hay que levantarlo. Pero resulta que Dios se complace: en el humilde y el abatido que se estremece ante mis palabras. ¡Vamos, en todos los que no podían acercarse!
No es de extrañar la reacción de Jesús ante tamaña injusticia. Se plantó delante de aquellos piadosos como el verdadero Templo de Dios. Y eso les escandalizó porque era “humano”; porque no podían entender que Dios amara tanto nuestra carne y nuestra historia, como para habitar -entre nosotros- en Jesús.
Ese es el motivo de que los cristianos, creamos que el verdadero templo es el Cuerpo de Cristo. Templo construido con personas y animado por la cabeza que es Cristo. Por eso, la Iglesia no debe permitir que los templos humanos sean masacrados, olvidados, vendidos, adulterados… porque se resiente toda la construcción.
Estos días, en Madrid, se celebra a María en su advocación de la Almudena. Y María fue el templo que Dios escogió para que se hiciera carne su Hijo. A través de ella Dios se hizo historia y se sigue transparentando en cada uno de sus hijos; especialmente en los más pequeños.
Por eso, si hoy no cambiamos el sentido de nuestra mirada, si no retiramos los ojos de los edificios y las instituciones, para fijarnos en un “niñin” desprotegido, sería mejor que Jesús viniera con un azote de cordeles y nos sacara a todos de misa.
Aún así, creo que Dios sabe interpretar mejor que nosotros los gritos de sus hijos. Sólo Él sabe el por qué, ese templo infante de Dios, se rebeló ante su destino sacando un piececito de la maleta.