domingo, 7 julio, 2024

Es nuestra hora

El pasado día 24 de junio se han cumplido dos años de la masacre de Melilla.

He tenido que buscar en el diccionario el significado de esa palabra afrancesada: “Matanza de personas, por lo general indefensas, producida por ataque armado o causa parecida”.

La de aquel 24 de junio en la frontera de Melilla fue una masacre programada contra migrantes indefensos, una matanza provocada por agentes armados de los Reinos de Marruecos y de España.

Según estimaciones de la Asociación Marroquí de Derechos Humanos, aquel día “hubo al menos 27 personas asesinadas, y más de 70 continúan desaparecidas en la actualidad”.

Ahora, “justo cuando se cumplen dos años de la masacre… la Fiscalía marroquí ha archivado la investigación ante «la ausencia de indicios de delito»”. La Fiscalía española, más iluminada, más laica y más progresista, la había archivado mucho antes.

El poder siempre encuentra modo de amnistiar su injusticia.

Entonces escucho las palabras del salmo: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado y no has dejado que mis enemigos se rían de mí… Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa”.

Escucho, y me pregunto quién es el que así canta.

Me dicen que este salmo es la acción de gracias de un hombre que ha sanado de una grave enfermedad. Pero el hecho es que hoy somos nosotros, los fieles reunidos para la eucaristía, quienes lo vamos diciendo en nuestra celebración: “Tañed para el Señor, fieles suyos; celebrad su santo nombre; su cólera dura un instante, su bondad de por vida; al atardecer nos visita el llanto, por la mañana el júbilo”. Y eso significa que hoy el salmo es también nuestro, como lo es de aquella mujer a la que Jesús sanó, y de aquella niña a la que él despertó del sueño de la muerte: “Escucha, Señor, y ten piedad de mí; Señor, socórreme. Cambiaste mi luto en danzas. Señor, Dios mío, te daré gracias por siempre”.

El canto nace del encuentro con Cristo Jesús. La danza es de quienes, por la fe en Cristo Jesús, han visto cerrada la fuente de sus hemorragias, de quienes en Cristo Jesús se han levantado para vivir: “Nuestro Salvador, Cristo Jesús, destruyó la muerte, e hizo brillar la vida por medio del evangelio”.

Pero hoy no puedo cantar, Señor, no puedo dejar paso a la alegría si de esa alegría y canto quedan fuera las víctimas del poder, las víctimas de la indiferencia, las víctimas del odio, las víctimas del hambre, las víctimas de las guerras, los abandonados medio muertos al borde de todos los caminos, los lázaros que nadie quiere ver… Para cantar, necesito soñar que tú has entrado donde ellos estaban echados, y que a cada uno de ellos le diste tu mano y le dijiste: “Levántate”, resucita, vive… Hoy, para cantar, necesito soñar que esas víctimas, como la niña del evangelio, sólo “están dormidas”, y que tú has venido a despertarlas…Hoy, para cantar, necesito soñar que esos muertos viven.

Entonces, como una bofetada, tu palabra me despertó de mis ensoñaciones: “Sed esclavos unos de otros por el amor… Toda la ley queda cumplida con un solo mandamiento: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».” Y supe que nos ungías con tu Espíritu, que llenabas nuestras palabras y nuestras manos con fuerza de resurrección, y que nos enviabas a “despertar a la niña”, a devolver la esperanza a los pobres.

Y supe que era la hora de tu Iglesia, la hora de los esclavos por amor, la hora de los que tú has despertado para que luchemos.

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