Entrar y salir

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Comenzamos la Cuaresma con Jesús en el desierto. Pasando poco menos que una prueba iniciática antes de lanzarse a los caminos para anunciar el Reino de Dios.

Había salido del río Jordán, tras ser bautizado, como Hijo de Dios. El Espíritu le confirma como hombre y como Dios.

No tenía porqué pero, como hombre, se va al desierto. Nadie se traslada a vivir a un lugar solitario e inhóspito. Jesús tampoco. Fue el Espíritu el que le “empujó” para meterse en ese lugar y aguantar cuarenta días. Un marco temporal en el que Jesús pasa las mismas necesidades, tentaciones e incomodidades por las que pasó Israel al salir de Egipto.

Cuarenta días en los que pasa por lo mismo que pasaremos los hombres de carne y hueso cuando vivamos la soledad, la escasez y el miedo. Y ahí, en terreno inhumano, se deja “tentar por Satanas” para vencer humanamente lo que nos toca a los demás.

Cuarenta días de discernimiento en los que comprender su futuro; a lo que se iba a enfrentar como Mesías, lo que tenía que reparar como Salvador y lo que debía regir como Señor.

Durante ese tiempo vive “entre alimañas”; que en ese desierto de Judea son lagartijas, serpientes, arañas, lechuzas, alacranes, buitres y coyotes. Animales que ninguno de nosotros elegiría como mascotas de compañía. ¿Quién iba a acompañar a Jesús al desierto? Nadie. Y es que hay situaciones en las que, por mucha gente que tengas a tu alrededor, no te puede acompañar nadie: la enfermedad, la muerte, el desamor… Situaciones comparadas al desierto porque te dejan tan desamparado y con tus miedos.

Dice el evangelio que “los ángeles le servían”. Los ángeles son seres creados -como nosotros pero sin cuerpo- que están al servicio de Dios. Y Jesús es el Hijo de Dios, y como Dios se merece el servicio y la adoración. Para que no se nos olvide quién es cuando sea juzgado, condenado y crucificado en una cruz sin señal alguna de poder.

Fue en el desierto donde Jesús descubrió lo que mueve el corazón del hombre. Fue en esa situación -de soledad- donde descubrió lo que Dios ama en el corazón humano.

Fue en el desierto donde Jesús nos enseñó cuáles son los verdaderos problemas: los de dentro. Los de fuera: el calor, la sed, las serpientes, las críticas, el cansancio, el desempleo no nos definen, sino la hondura y la apertura del corazón. Un corazón lleno de Dios, lleno de amor, que nos hace soportarlo todo, aguantarlo todo, sufrirlo todo sin caer en la tentación de abandonar. Ni todo el agua del diluvio puede apartarnos de la bendición de Dios.

Para llegar a esta verdad hay que vivir mucho y conocerse más. Y ese es el trabajo que debemos hacer solos, en el desierto, y del que cada uno es responsable.

La Iglesia nos regala estos días momentos de silencio y nos ofrece herramientas con las que descubrir nuestras verdaderas necesidades y motivaciones. Y nos recuerda que tras la batalla personal, siempre está el Señor para “liberar a los espíritus encarcelados que en un tiempo habían sido rebeldes”.

Por eso, tras librarse Jesús de todo esto, salió dispuesto a anunciar la Buena Noticia de la llegada del Reino de Dios. Y hoy se te anuncia a tí, que ya estás bautizado, para entrar en el desierto y salir victorioso.