Entra y come

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Lo que acontece en el corazón de aquel hijo que derrochó su parte de la herencia, nos lo deja intuir la decisión que toma: “Me pondré en camino adonde está mi padre”. Aún llama “padre” a aquel del que se alejó; la decisión de volver, más parece tomada desde la nostalgia de un pan que desde la nostalgia de un padre; aún así, le queda una certeza íntima de que su padre no lo dejará sin el pan que necesita.

Lo que acontece en el corazón de aquel padre que había visto marchar de casa al menor de sus hijos, Jesús lo describió así: “Cuando todavía el hijo estaba lejos, el padre lo vio y se le conmovieron las entrañas, y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos”.

El hijo vuelve a casa, impuro, impresentable, en estado lamentable, vuelve por egoísmo que no por amor, vuelve para pedir pan como jornalero: ni siquiera se le ocurre pensar que la vayan a preparar un banquete como al hijo más esperado.

En la parábola, el hijo menor representa a los publicanos y los pecadores que en la realidad “solían acercarse a Jesús”.

A su vez, el padre representa al Dios de Jesús, el Dios Padre de Jesús, el Dios a quien Jesús imita, el Dios de quien Jesús es imagen visible, un Dios que añora ver de nuevo en casa a los impresentables, a los impuros, a los que se le han ido a un país lejano, a los que todo lo han derrochado viviendo disolutamente.

Y porque el Dios de Jesús los añora, Jesús los busca.

Ahora, si consideras lo que el hijo hambriento se dispone a pedir, verás que sólo piensa en un pan de jornalero, pues es consciente de que no tiene razón alguna para que aún se le trate como a un hijo.

Pero no será pan de jornalero lo que encuentre, sino la alegría de una fiesta que la vuelta del hijo perdido ha hecho estallar en el corazón de su padre. Y habrá un abrazo con el que el padre ha soñado desde que el hijo se le fue de casa; y habrá una cobija de besos, como si en un instante aquel padre quisiera dar a su hijo todos los besos que no pudo darle en los días de su ausencia; y habrá el mejor traje y anillo en la mano y sandalias en los pies, y un banquete y una fiesta, porque a su hijo perdido lo ha recobrado.

El Dios de Jesús hace fiesta por los hijos que vuelven a casa. La fiesta es evidencia de la alegría de Dios el día en que los perdidos se le presentan en casa, descalzos, andrajosos y hambrientos, pero vivos.

Los que critican a Jesús porque “acoge a los pecadores y come con ellos”, no han caído en la cuenta de que Jesús sólo está multiplicando los días de fiesta en la casa de Dios.

Con Jesús y con el Padre, suplica tú también para que el hermano mayor entre en la fiesta, de modo que todos en la casa se alegren con la alegría de Dios. Ese hermano representa a escribas y fariseos que murmuraban de Jesús. Ellos han de escoger si entran o quedan fuera.

La eucaristía que celebramos es siempre el banquete de fiesta que el Padre mandó preparar para los hijos que “estábamos muertos y hemos revivido”, para los que “estábamos perdidos y nos han encontrado”. Teníamos hambre y se nos ofrece un banquete sagrado, en el que se recibe a Cristo, alimento de eternidad, medicina de inmortalidad, bendición en la que somos bendecidos con toda clase de bienes espirituales y celestiales.

Entra y come. Entra y alégrate. Entra y asómbrate de la fiesta con que te recibe el amor que siempre te ha esperado. Entra y acógete a la sombra de las alas de Dios.

Feliz domingo.