Lo que hay detrás del nuevo lenguaje “misión compartida”
Cuando cambia el lenguaje, algo está cambiando en nuestra vida, en nuestra actuación. Nuestra forma de vivir y actuar configura el lenguaje y el lenguaje configura la forma de vivir y actuar. Por eso, Wittgenstein entendía el lenguaje como actividad, quehacer en el mundo, forma de vida. La lengua es inseparable de la vida, del quehacer. Son los pueblos que hacen la historia, los que, en virtud de esta inserción de la lengua en el quehacer, inventan las palabras correspondientes a su acción. En cada época se habla de una determinada manera. Los medios de comunicación utilizados en cada sociedad, le imprimen una fisonomía propia.
Tenemos la convicción de que para obtener cambios en la iglesia, en la sociedad hemos de maniobrar en el lenguaje. El lenguaje construye la realidad de cada individuo y lo define dentro de la cultura del grupo en el que vive, familiar, popular, político, eclesial. ¡Eso es lo que ocurre con la expresión “misión compartida”!
El adjetivo “compartida” añadido a la palabra “misión” nos centra en un aspecto sumamente importante de la vida actual de la Iglesia: que la misión es mucho más eficaz y esplendorosa, cuando es realizada por una orquesta de carismas, y no cuando es llevada a cabo por individualidades; que solo entonces la misión tiene el rostro, la configuración que Jesús soñó para ella.
La iglesia lo ha reconocido en estos últimos años. En todos los Sínodos de Obispos dedicados a las diversas formas de vida cristiana, se ha puesto de relieve la necesidad de colaborar todos en la misión: Christifideles laici, ministros ordenados, consagrados. La Iglesia sabe que la diversidad de carismas y ministerios, armonizados en la misión, es fuente de vida y de transformación. La iglesia actual está valorando la diversidad y está diseñando – con mucho más conocimiento de causa, que en el mismo concilio Vaticano II- la eclesiología de la comunión.
Dos modelos de misión compartida: católico y carismático
Cuando entendemos que la Iglesia es un cuerpo, una comunidad de vida (biocenosis), comprendemos tambièn que todo en ella acontece y tiene éxito cuando se vive y realiza en comunión de unos miembros con otros y unos vivientes con otros. ¡Esta es la raíz de la misión compartida! ¡La vida compartida! Hoy sabemos que no se vive la existencia cristiana en compartimentos estancos, en estados de vida cristiana bien delimitados y separados. Al contrario, la eclesiología de la comunión nos pide el mutuo reconocimiento y la mutua relación para descubrir no solo las otras formas de vida, sino para encontrar la auténtica identidad de nuestro peculiar don.
La eclesiología de comunión nos pide hacer de la vivencia de la fe una auténtica con-vivencia, de la vocación una auténtica con-vocación, de la espiritualidad una auténtica espiritualidad común, del sacerdocio un sacerdocio común, de la misión, una misión compartida.
A este primer modelo de misión compartida podríamos denominarlo “católico”. Utilizo esta denominación en su sentido más propio: es la misión realizada “según todo”, “según la totalidad”, contando con todas las formas de vida cristiana, con todas las confesiones cristianas, con todo el pueblo de Dios.
Nos hemos visto obligados –para mantener las obras recibidas-, a contar con otras personas para llevarlas adelante. Poco a poco, silenciosamente, hemos ido encontrando las personas adecuadas para asumir las funciones que en otro tiempo recaían exclusivamente sobre los mismos religiosos o religiosas. El proceso sigue su curso y se prevé que en poco tiempo la presencia de que pertenecemos a diferentes formas de vida consagrada en nuestras obras propias será cada vez menor. Tanto en nuestros centros de evangelización, como de educación, salud o marginación, como en otras actividades misioneras (misiones populares, justicia y paz, actividades itinerantes no llevadas de forma más individual), se hace cada vez más necesario “contar con otros”. Es justo y honesto reconocerlo. Es justo y legítimo que así sea.
Este ha sido un tiempo propicio también para descubrirnos más fuertemente como “familia carismática”. Hemos reconocido que no tenemos “en monopolio” el carisma de nuestros Fundadores y Fundadoras. Lo compartimos con otras personas que también lo reconocen como Fundador e inspirador. Más todavía, crece el número de personas, pertenecientes a otras formas de vida cristiana que se adhieren a nosotros, para compartir nuestro carisma, nuestra espiritualidad y nuestra misión.
Por todo esto, hablamos de “misión compartida”. Se trata, de misión compartida dentro del carisma colectivo y de su función en la iglesia y la sociedad. Es la “misión compartida” propia de toda Familia religiosa o carismática, que, aunque reconocida a nivel teórico, me parece que apenas funciona prácticamente. Y es también la “misión compartida” con los laicos a quienes ofrecemos colaborar y participar –según diferentes grados, determinados por nosotros, los que pertenecemos a diferentes formas de vida consagrada- en nuestras propias obras y proyectos apostólicos, para poder realizar con “otros”, con ellos, lo que nosotros llevamos entre manos. “Misión compartida”, no tiene entonces un sentido meramente eclesiológico y abierto, sino cerrado o delimitado: compartir la misión peculiar y carismática llevada adelante por los que pertenecemos a diferentes formas de vida consagrada. A este segundo modelo de misión compartida podríamos denominarlo “carismático”. Utilizo esta denominación en su sentido colectivo.
Con todo, también hemos asumiendo el modelo católico de “misión compartida”, en línea con el Vaticano II y el caminar de la iglesia posconciliar. Por eso, hemos optado por desclericalizar nuestra misión, nuestro estilo de vida. Hemos asumido con mucha seriedad la creación de un estilo participativo, auténticamente comunitario y dialogante.
El funcionamiento, tanto del modelo católico como del modelo carismático de “misión compartida”, es desigual. Depende del grado de participación que de hecho tengan las diversas formas de vida. Veámoslo:
la coadjutoría: los laicos son llamados a ofrecer servicios puntuales, sin participar auténticamente; son únicamente meros coadjutores de nuestras tareas, bien sea eclesiales (en el modelo católico), bien sea carismáticas (en el modelo carismático);
la colaboración: los laicos son llamados a participar en nuestra misión de manera cualificada; con ellos se dialoga, se proyecta, se llevan a cabo las iniciativas; pero los presbíteros dirigentes (en el modelo católico) o el instituto (en el modelo carismático) se reservan el derecho a diseñar la línea que hay que seguir: ellos son los responsables, institucionales y económicos, de todo; los laicos son colaboradores, pero no tienen ningún derecho de propiedad sobre la misión;
co-participación: desde la perspectiva del modelo católico, se reconoce que en base a nuestro común bautismo-confirmación, todos somos sujetos de la vida y misión de la iglesia, dotados de la misma dignidad y responsabilidad; por lo tanto, nadie puede monopolizar la misión; todos somos sujetos de ella, si bien, cada uno desde su propio carisma y ministerio. Desde el modelo carismático, se reconoce también que el don carismático del Instituto ha sido concedido a otros creyentes que no pertenecen a la vida religiosa, a hombres y mujeres de la forma de vida seglar y laical; desde ese planteamiento común –compartir el mismo carisma- se dan pasos para formar una auténtica familia y compartir la misión carismática en plan de igualdad, de mutua colaboración y referencia.
________________________________________
[1] Vita Consecrata en el n. 42 habla de “vida compartida” hablando de la comunidad, pero nunca de “misión compartida”.