Es ahí, Señor, en mi cayuco, donde resuena hoy tu pregunta: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
Me enseñaron a pensarte con palabras venerables, palabras que, humildes, me han guiado en tu busca y me han acercado a ti, palabras que, si endiosadas, dejan frío el corazón, ciegos los ojos y secas las manos para el encuentro contigo.
Como Pedro, tu apóstol, aprendí a decir de ti: “Tú eres el Mesías de Dios”. Aprendí a llamarte Jesús –Dios que salva-, y Emanuel –Dios con nosotros-. Tú me enseñaste a llamarte camino, verdad y vida. Tú dijiste de ti mismo: “Yo soy la puerta de las ovejas; yo soy el buen pastor; el buen pastor da la vida por las ovejas”. Para mí tú eres esperanza de plenitud y plenitud de esperanza, luz que guía mis pasos y oscuridad que me envuelve, revelación y misterio, palabra y silencio, quietud y tormento.
Pero aquel día, oída la confesión de Pedro y sellada por un tiempo en el secreto, tú añadiste: “El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar el tercer día”.
Entonces, Señor, otra confesión se asomó a las riberas de nuestra fe: Tú eres el hijo del hombre, la humanidad del cayuco, el desechado que precede a los desechados de la tierra, ennegrecido tu cuerpo por el sol del desierto y la sal de las aguas marinas. Tú, que para los tuyos eres siempre Jesús y Mesías, Salvador y Señor, me dices que te llamas también Charlotte y Víctor y Precious y Feber… Tú –me lo revela Charlotte- eres “mujer llena de cicatrices –de deportaciones al desierto, del camino, de todas las violaciones-; tú eres mujer de dolores, ¡y eso te ha dejado señales en el cuerpo y en el alma!”
Ahora, Cristo Jesús, las palabras de la revelación acogen en su entraña nuevos significados:
“Me mirarán a mí, a quien traspasaron, harán llanto como llanto por el hijo único”. Los ojos se vuelven hacia ti, a la cruz de tu Calvario y también a las cruces de nuestros caminos. En todas miramos al que traspasamos; en todas lloramos al hijo que amamos.
“Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío… mi carne tiene ansia de ti, como tierra reseca, agostada, sin agua”. Esta sed que el alma padece, es sed que se apaga y se acrecienta por la escucha creyente de la divina palabra, por la comunión contigo, Señor, en la mesa eucarística, por la comunión con los pobres en la mesa de la vida.
“El que quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mi causa, la salvará”. No basta perder la vida para salvarla; la salva quien la pierde por el Señor: por su palabra, por su pan y por sus pobres.
En la vida, en mi cayuco lastrado de lágrimas, dudas y humanidad, los pobres, como palabras venerables y humildes, son mensajeros que me acercan a ti, Señor, son el cuerpo que has escogido para encontrarte conmigo.
Feliz comunión. Feliz domingo.