En no pocas marchas y manifestaciones de nuestro tiempo se ha firmado el derrumbamiento de dictaduras, el cese de guerras, la destitución de políticos corruptos, la liberación de grupos reducidos a la marginalidad y su aceptación social…
Las lecturas primera y tercera de este domingo nos hablan también de marchas y manifestaciones: una está en el relato de Jeremías, la otra en el relato de Marcos. Ambas están misteriosamente relacionadas: pues la segunda es el cumplimiento de los sueños expresados en la primera.
La “marcha de la alegría”
Jeremías nos habla de la “marcha de la alegría”: se trata de un estallido de gozo colectivo, de una gran manifestación popular festiva. Dios mismo va a la cabeza de la manifestación. Los participantes en la marcha han sido traídos desde el país del norte y congregados desde los confines de la tierra. Hay entre ellos ciegos, cojos, preñadas y paridas, una gran multitud. Objetivo de la marcha es la tierra de la libertad, los torrentes de agua que todo lo llenan de vida, la casa del Padre, donde todos se sentirán hijos.
La “marcha hacia Jerusalén”
Marcos nos habla de la “marcha decidida hacia Jerusalén”. Esta marcha estremece, da miedo. No se realiza en las mejores condiciones. La encabeza Jesús. En tres ocasiones ha predicho su pasión y muerte en Jerusalén en manos de la autoridades. Los discípulos tenían miedo, pero fueron capaces de superarlo, y le seguían -aunque estremecidos-. Poco a poco se va añadiendo más gente: “una muchedumbre considerable”, nos dice el evangelista.
A lo largo de la marcha el Maestro, el Rabbí, va transmitiendo su mensaje: ¡ese precioso mensaje que hemos meditado los últimos domingos!
El ciego de la pancarta
Al salir de Jericó se va a integrar en la marcha un ciego, Bartimeo. Él se integra en la manifestación con unos gritos muy peculiares: “Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí”. ¡Esa es su pancarta política y mesiánica! Quien no veía, ve algo muy especial. Que aquel que pasa es el Hijo de David, el auténtico rey de Israel, el hijo legítimo de José.
El ciego Bartimeo pone el acento político en la marcha. Proclama que quien va a Jerusalén, encabezando la marcha es nada más y nada menos que “el rey de los judíos”. Por otra parte, reconoce que tiene poderes terapéuticos y que puede curarlo de su ceguera.
Suena el primer “Kyrie eleison”, que después repetiremos constantemente en la Iglesia. Los guardianes del orden, quiere acallar esta voz incómoda. Pero llega el clamor a los oídos de Jesús. Se identifica con la pancarta y “se detiene”. No se acerca, sino que manda que lo llamen e integren en el grupo. Le dicen palabras muy semejantes a aquellas que escuchó María de Betania, en la muerte de Lázaro: “El Maestro está ahí y te llama” (Jn 11,28). Y él, acercándose a Jesús, le dice palabras muy semejantes a María Magdalena: “Rabbuni”, ¡maestro mío!, ¡señor mío! Quien ve con los ojos de la fe, quiere ver con los ojos físicos. En la verdadera fe, la luz interior envuelve al cuerpo. El ciego logra ver. Jesús enciende sus sentidos. El ciego se incorpora a la marcha y sigue gozoso a quien la encabeza.
Pueblo “en marcha”
Ser Iglesia es ser pueblo peregrino, pueblo en marcha. Nuestra marcha no debe ser “un viaje a ninguna parte”, sino etapas de un viaje con objetivos. No es cuestión de pasear imágenes sagradas por nuestras calles, ni de hacer manifestaciones de piedad que a no pocos incomodan y no entienden. Pero sí es cuestión de seguir a Jesús nuestro contemporáneo, allí donde Él hoy se manifiesta y marcha; allí donde Él reivindica hoy la redención ya realizada en la cruz.
Debe surgir y resurgir la Iglesia popular, la iglesia de las grandes causas, la iglesia que se acerca peligrosamente a todas las viejas Jerusalenes que matan a los profetas y asesinan a los enviados de Dios. Seguir a Jesús no es turismo religioso, sino compromiso mesiánico con sus grandes causas.
¡Qué lamentable sería que, quienes intentamos seguir a Jesús, nos hubiéramos equivocado de marcha y estuviéramos siguiendo a otras pancartas y a otros líderes y estuviéramos defendiendo otras causas!
Plegaria
Jesús, ¡hijo de David!
¡ten compasión de mí!
Y cuando me veas ciego, sentado junto al camino,
descomprometido con tu causa,
temeroso y sometido a los poderes
de la vieja Jerusalén,
llámame y dame la fuerza para saltar,
para desprenderme de mis prejuicios,
y para seguir gozoso.
Quiero integrarme en la marcha de los redimidos
y perder el miedo que me paraliza.
Jesús, ¡hijo de David!
ten compasión de tu Iglesia,
al comienzo de este nuevo milenio.
Llámala, sedúcela, haz que vea.
Ponla en marcha
y que encabece, junto a Ti,
la gran Manifestación
de tu Reino que llega y todo lo transfigura.