Hace apenas un mes compartí unas jornadas con un grupo de mujeres. No las definiría como trabajadoras, sino como mujeres, madres, mentoras, animadoras, enfermeras, confidentes, amigas… Creo que es mucho lo que puede caber bajo el gran epígrafe de mujer. Éstas, con las que yo estuve para enterarme de lo que hacían, resulta que a las seis y media de la mañana, cuando yo aparecía, estaban despiertas y en oración… la mesa puesta del altar y en el comedor también, con el pan, todavía caliente y ese sonido intermitente y alegre con que se inicia un día donde viven muchos niños… A lo largo de la jornada he visto a una que enseña, otra que juega, otra limpia, y otra que se rompe la cabeza pensando cómo hacer comida para tantos, con tan poco… Llega el momento de la comida y, de nuevo, unas se emplean a fondo para que los más pequeños aprendan a comer lo que no les gusta y con los mayores para que aprendan a compartir lo que les gusta. Alguna he visto poniendo orden para convertir el almuerzo en tiempo de convivencia y otras preparando ya la convivencia después del almuerzo. Al acabar la comida las que no se ocupan de dejar todo inmaculado, cabecean mientras enseñan a pequeños a formar un rompecabezas, repasan un ejercicio de inglés o revisan los dibujos imposibles de los que con cinco años quieren dibujar el universo en una cuartilla.
Cuando todavía es tiempo de siesta, abren las puertas, esbozan la mejor sonrisa a quienes vienen a pedir algo para sobrevivir o entran al ritmo de las clases. Transcurren las horas y cuando sientes el peso de la jornada que te agota, tienen tiempo para una reunión formativa, una actividad en la parroquia o la escucha de los problemas, siempre presentes, de Juani, Teresa o Carmen (nombres de mujer cuyas vidas sólo son trabajo) y que, de nuevo, se han quedado sin el pobre jornal que su pareja se ha “bebido.., o se le agotó el dinero para la comida a diez del mes, o la han amenazado con echarla del piso… porque ya no recuerda cuando pudo pagar el alquiler. Centenares de problemas distintos con el mismo rostro: la impotencia.
Son casi las nueve de la noche. Por fin silencio y paz. Los niños descansando, antes hubo que bañarlos, perfumarlos, besarlos y acostarlos, contar un cuento y escucharlos, en sus sueños, de un futuro que nunca tendrá los colores tan vivos como describen… Pero hay que estar. Y a esa hora, con el peso del día, entonan los mejores salmos, con la mejor voz. Y dan gracias por estar cansadas, por un día más… Y piden perdón, por no haber aprovechado el día, por no amar lo suficiente, por tener demasiado tiempo para sí mismas… Después viene la cena, poca y pobre. Hay alegría mientas se consume la sopa. Aparecen los sueños y mil nombres. Se habla de mañana y se pone en él toda la esperanza porque se ha fraguado en los deseos del hoy. Hay sonrisas y bromas, tarareos y cánticos… Yo presencio la escena. No puedo con la vida, no me atrevo a decirlo pero supongo que la cara es un poema… Se habla del mundo y sus cosas. Se habla con esperanza y amor. No escucho lamentos ni reproches. Y llegan las completas. Me muerdo la lengua, tengo ganas de bostezar y ellas cantan, hay preces espontáneas, hay, de nuevo, nombres concretos por los que se pide: María que mañana opera a su hijo; Joaquín que tiene una entrevista de trabajo; Andrés que ha superado la primera semana sin beber… Todo se convierte en acción de gracias, en recuerdo de la providencia de Dios, en milagros que hacen posibles, cuatro mujeres débiles, de nuestro tiempo, sencillas, con nombres… Cuatro mujeres religiosas trabajadoras.
Como ellas en todos los rincones de nuestro mundo, ha ido el señor llenando la esperanza de los pueblos. Por eso a la religiosa, sencilla y con esperanza, gracias por ser la mujer trabajadora feliz del Reino que Dios necesita.