Fuimos bautizados “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”, o lo que es lo mismo, fuimos sumergidos en la vida de Dios, en la intimidad de Dios, en el ser de Dios.
Esa vida, esa intimidad, ese ser, ese nombre, esa Trinidad, es la fuente de donde todo procede, y es el destino hacia donde todo camina.
En ese nombre encontrará plena liberación la creación entera y plenitud de vida la humanidad.
De ahí el mandato: “Id y haced discípulos de todos los pueblos”. Id y llenad de moradores el nombre de Dios. Id y sumergid a la humanidad entera en el Dios cuyo nombre es amor.
Tu casa es el amor que es Dios. Tu casa es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo.
Tu casa es ese misterio que hoy celebramos, y que llamamos Santísima Trinidad.
Por la fe y los sacramentos de la fe, habitamos ya en ese nombre: creímos y nos bautizamos en él; creímos y entramos en él, creímos y permanecemos en él.
Pero nada de eso hubiera sido posible si antes el nombre, nuestro Dios, el Dios de nuestra fe, no hubiese venido a nosotros.
Lo confesamos con palabras de revelación: “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”. La Palabra bajó de Dios a nosotros para que nosotros pudiésemos subir con ella a Dios.
Si podemos decir con verdad que Dios es nuestra casa, es porque antes la Palabra de Dios hizo del hombre casa de Dios.
Habrás de habituar los ojos a la luz del misterio en el que has entrado –el de la Santísima Trinidad, el del nombre en el que hemos sido bautizados-, y empezarás a vislumbrar cosas inefables. Ese nombre que es tu casa, en realidad es tu familia: Somos hijos de Dios, y lo somos en el Hijo, en el único, en el Unigénito, y lo somos porque nos anima el único Espíritu divino.
Creímos, nos bautizamos, nos hicimos uno con Cristo Jesús, y, con Cristo Jesús, permanecemos en Dios como hijos.
Ahora considera el camino por donde has llegado a esa casa, a esa familia.
Para pudiésemos ir a Dios, ser en Dios, ser Dios, Dios tuvo que venir al hombre, ser en el hombre, ser hombre.
Para que nosotros pudiésemos ganar, él tuvo que perder. Para que pudiésemos subir, él tuvo que bajar.
Y la razón de ese abajamiento, de esa desapropiación, de ese empobrecimiento, no la busques en tus méritos, tampoco en tus necesidades: búscala en el amor. El amor con que él nos amó, a él lo perdió y a nosotros nos encontró, nos abrazó, nos divinizó.
Él se hizo hijo en nuestra casa, para que nosotros fuésemos hijos en Dios.
En el camino que lleva al reino de Dios, no son los excluidos los que intentan atravesar una frontera imposible, una sima inmensa que nadie puede cruzar: es el Rey quien la atraviesa, es el Rey quien allana el camino para que entren en el reino todos los hambrientos de pan y de justicia.
En este fiesta de la unidad de todos en la unidad de Dios, se nos invita a soñar, a construir un mundo, en el que no hay fronteras que impidan a los pobres el encuentro con el pan y la justicia.
Feliz domingo. Feliz encuentro. Feliz comunión con Cristo y con los pobres.