El Vaticano II supuso una "nueva visión" de la vida religiosa, retomando el cristocentrismo como el aspecto fundamental y fundante de ella. Todo es cíclico y las inquietudes de la vida religiosa también varían y cambian de enfoque conforme cambian los tiempos. Simplificando en exceso, si antes del Vaticano II lo principal residía en las reglas, constituciones y la obediencia sine qua non, tras el Vaticano II la personalización de la vida religiosa centrada en el punto focal de Jesucristo, supuso el punto de encuentro y la triangulación entre Cristo, la vocación personal y su encarnación en las instituciones. Una lucha de fuerzas que no siempre convergen pacíficamente.
Casi medio siglo ha pasado desde la clausura del Vaticano II y muchas cosas han cambiado. La vida religiosa responde carismáticamente a la situación de cada tiempo y las urgencias que son percibidas socialmente. Sin embargo, cada época social concreta posee unas necesidades propias a la que la evangelización debe responder y la vida religiosa, desde su carácter profético y liminal, debe acceder. La disolución de valores sociales y el confusionismo con el que se viven ciertas realidades, está llevando a la vida religiosa no a convocar nuevas realidades originales, sino a enmascarar ciertos miedos en un camino de renovación que nunca será, ni podrá ser, una mera vuelta a los orígenes, sino como mucho, una recuperación del fervor de los orígenes, o la alegría del inicio de la experiencia.
Dentro de estos laboratorios de vida religiosa que son las comunidades, se percibe "junto al impulso vital, capaz de testimonio y de donación hasta el martirio, se conoce también la insidia de la mediocridad en la vida espiritual, del aburguesamiento progresivo y de la mentalidad consumista. La compleja forma de gestionar las obras, requerida por las nuevas exigencias sociales y por la normativa de los Estados, junto a la tentación del eficientismo y el activismo, corren el riesgo de ofuscar la originalidad evangélica y debilitar las motivaciones espirituales. Cuando los proyectos personales prevalecen sobre los comunitarios, se puede menoscabar profundamente la comunión de la fraternidad " (Caminar desde Cristo, 12: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 28 de junio de 2002, p. 7).
El texto que hemos reproducido de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica señala un aspecto que, aunque no novedoso, comienza a ser problemático al darse en los comienzos de la formación y que muchas veces el acompañamiento desatiende y que da título a esta breve reflexión, la integración del yo en los marcos institucionales de vida religiosa.
El yo, para X. Zubiri, determina el yo mismo, que es la unidad entre la realidad y ser humano. El yo se va construyendo desde la realidad y, a su vez, refluye en un segundo movimiento sobre la propia realidad para constituir la unidad entre ser y realidad que Zubiri denomina yo mismo. La realidad humana se reafirma en su ser como intimidad de forma exigida; está obligado a la ejecución de su ser, a la personalización . Sin embargo, hoy en día en la vida religiosa se personalizan egoístamente procesos, bloqueando la refluencia de la realidad, rompiéndose la articulación entre ser y realidad, sujeto e institución.
Consecuencia 1:
La triangulación Cristo-persona-institución se desarticula, difuminándose el concepto pertenencia, agudizándose el de persona e instrumentalizándose el cristocentrismo de la llamada.
Consecuencia 2:
La yoización egoísta de la vocación bloquea cualquier necesidad institucional, bajo argumentos como lo siguientes: "no es mi vocación", "no entré aquí para hacer x", etc. La comunión no la realizan las individualidades, sino la sintonía entre lo personal y lo común, bajo un mutuo discernimiento.
Consecuencia 3:
El núcleo de la vida religiosa, la búsqueda de Dios y el seguimiento de Cristo, quedan solapados por intereses particulares. La inversión de lo primero conlleva el bloqueo y la negativa de vivirlo todo desde ese seguimiento, congestionando a la misma institución a la hora de encarar su propio dinamismo.
Consecuencia 4:
La no satisfacción de "mi vocación" conlleva desorientación, decepción y desanimo. La vuelta a lo significativo es la clave: vivir centrados en Dios y descentrados de nosotros mismos abiertos a quien nos ha llamado ("Por él lo perdí todo, con tal de ganar a Cristo" Flp 3,8).
Conclusiones
Se hace necesario un profundo replanteamiento en el acompañamiento de los primeros años de formación, la inmersión institucional y la socialización de los sujetos. Partiendo de aquí:
La obediencia ha de vivirse desde la convicción de que hemos entregado nuestra voluntad y hemos consagrado nuestra libertad a Dios, más allá de cualquier proyecto personal, que siempre es penúltimo frente a la ultimidad de Dios.
Una pobreza que signifique por encima de las múltiples justificaciones que brotan para evadirla. El no refluir nuestra vida hacia el eco de la pobreza conlleva ataduras que alimentan nuestro yo y encuentran en ellas su sustento.
Una castidad que, vivida desde unas profundas raíces evangélicas, centre su vida en la realidad de Dios y en amar a los demás en él y a través de él. El no refluir de esta realidad tan íntima y personal en Dios puede debilitar esta polaridad central de nuestra consagración.
Todo ello supone una mayor atención a las inquietudes y expectativas de realización de los proyectos personales de los nuevos candidatos/as y un exhaustivo seguimiento y personalización de procesos, capaz de integrar y flexibilizar el objeto de la vocación, Dios, y su integración real. El difícil paso, como diría E. Fromm, del tener ("mi vocación") a ser (vocación) sin posesividades.