“El Señor es mi pastor, nada me falta”

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El salmista lo dijo de su Dios: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Con el salmista, lo ha dicho Jesús. Con el salmista y con Jesús lo vas diciendo tú, Iglesia en camino, Iglesia cuerpo de Cristo: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Las palabras de vuestro salmo son confesión de lo que Dios es para Jesús y para ti: es Dios quien te hace recostar y te conduce, es él quien te guía por el sendero justo, es él quien prepara una mesa delante de ti.

Y esas mismas palabras van diciendo lo que en Jesús y en ti ha dejado la cercanía del Señor: mientras va contigo tu pastor, mientras escuches el latido de su cayado contra la tierra, caminas sin temor, caminas confiada, siempre sosegada.

Con el salmista y con Jesús, todo tu ser va salmodiando: “El Señor es mi pastor, nada me falta”.

Pero Dios no es sólo pastor “de Jesús”: también es pastor “en Jesús”.

Entrando en ese misterio, dejas que tu fe se eleve y ves que, “en Jesús”, Dios se ha hecho tu pastor; “en Jesús”, “Dios ha preparado una mesa ante ti”; “en Jesús”, “tu copa rebosa”; “en Jesús”, “Dios ha ungido con perfume tu cabeza”; “en Jesús”, Dios “te ha bendecido con toda de bienes espirituales y celestiales”.

“En Jesús”, el Señor tu Dios, tu pastor, te ha buscado, y cuando te ha encontrado, ha cargado contigo sobre sus hombros y, con alegría del cielo, te ha devuelto al redil.

“En Jesús”, el Señor, tu pastor, se te ha revelado como un Dios soñador de encuentros y fiestas, un Dios de pies llagados por buscarte, de manos heridas por recogerte, de corazón abierto por cobijarte.

“En Jesús”, el Señor, tu pastor, te miró con ternura, se compadeció de ti, y se puso a enseñarte con calma.

Deja que vuele tu fe: el Señor que es tu pastor, es también tu alimento; tu Señor es el manantial de aguas tranquilas en el que apagas tu sed; tu Dios es la unción perfumada que ha llenado de su Espíritu todo tu ser.

Entra en el misterio de la Eucaristía que celebras, y la reconocerás sacramento de Dios pastor de su pueblo: la reconocerás memoria de Cristo, nuestro buen pastor; reconocerás en ella el sacramento-memoria en el que eres apacentada y conducida a fuentes tranquilas y ungida de Espíritu Santo, memoria-sacramento de la que sales transformada en Cristo, tu pastor.

Deja que vuele siempre tu fe, pues, transformada en Cristo, también tú has de ser pastor en busca de ovejas perdidas –pastor de pies llegados, manos heridas, corazón abierto-; también tú has de hacerte pan para su hambre, bebida para su sed, unción que perfume su existencia; has de bajar con Jesús hasta lo hondo de la condición humana, hasta lo último, hasta los últimos, para que todos se sienten a la mesa de Dios, para que todos sean uno, para que todos digan contigo: “el Señor es mi pastor, nada me falta”.

Es éste un gran misterio: en Cristo, Dios se ha hecho nuestro pastor; en Cristo, la misericordia y la bondad de Dios nos acompañan; en Cristo, habitamos en la casa del Señor por años sin término.

Y tú, su Iglesia, su cuerpo, sabes que eso se ha de decir también de ti: en la comunidad eclesial, Dios se compadece de los pobres; en la comunidad eclesial, la misericordia y la bondad de Dios les salen al encuentro, los abrazan, se les hacen compañeras de camino; en la comunidad eclesial los pobres son evangelizados.

Danos, Señor, tu mirada compasiva, tu corazón de amar, y los pobres sabrán por nosotros que tú eres su pastor.

Feliz domingo.