El relato de Nicolás

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Me fascinan las historias. Crecí en una cultura oral y no descubrí el gusto por la lectura hasta la adolescencia. Recuerdo que me encantaba irme a casa de una vecina donde se juntaban algunas mujeres y escuchar historias del pueblo. Hay un dicho rabínico que dice: «Dios hizo seres humanos porque le gustan los cuentos». La tradición judía enseña que la distancia más corta entre un ser humano y Dios es a través de un relato.

Tuve la suerte de compartir unas jornadas en Roma con Adolfo Nicolás, el padre general de los jesuitas, un hombre mayor pero con una mirada fresca como de niño, se siente joven el espíritu en él. Sus largos años en Oriente le han hecho un hombre muy sencillo y profundo, en medio de su gran inteligencia y su sentido de los otros. Me conmovía su interés por acoger lo que cada persona del grupo decía, te hacía sentir valioso, siempre encontraba algo a apreciar en lo que los otros expresaban, aunque él tuviera una opinión distinta. Esa aceptación me llamó mucho la atención; su gran apertura a cada uno, su manera de estar sin defensas, receptivo a lo que pudiera haber de bueno. Un día me comentó que necesitamos relatos que nos abran brechas, como las parábolas de Jesús, que nos hagan vibrar, pensar, preguntarnos. Pequeñas historias que nos despierten y que sean capaces de tocar en la puerta de nuestro corazón. Una teología más viva y narrativa. Nicolás, desde los primeros días, en la lista de los participantes en esas jornadas internacionales iba poniendo un pequeño círculo en las personas que localizaba, en los nombres a los que ya ponía rostros, y a veces me preguntaba por alguno que aún no identificaba. Al final del encuentro, la lista estaba llena de circulitos, él conocía ya a cada uno por su nombre y éramos muchos para eso. Me fijé que el último día, cuando se despedía, al tender su mano, llamaba por el nombre a aquellos que recordaba, con grata sorpresa para algunos. Me pareció un detalle entrañable. Yo aproveché la ocasión y le dije que una oportunidad así no se repetía, y le di un beso, casi con fervor de hija. No sé si volveré a encontrarlo tan de cerca, pero su presencia ejerció una influencia benéfica en mí. Ahora cuando en alguna casa de los jesuitas veo su rostro, me hace sonreír y agradecer, por esa parábola que es también su vida para muchos, ese «precioso relato corto» entre nosotros y Dios.