Pastor es el que abre, acoge, atiende, sirve, cuida y acompaña. Al decir El Buen Pastor está claro que sólo existe uno: Jesús, el Hijo de Dios. A Él es al que hay que mirar e imitar. Mirar para conocer, para aprender. Imitar para procurar, siempre, hacer todas las cosas como El las hizo. Y si sólo uno es el Buen Pastor, todos formamos parte de este rebaño que es la familia humana, la Iglesia, la pequeña o gran comunidad de hermanos.
Está claro que una de las consecuencias del orgullo en el corazón humano es la resistencia al silencio, a obedecer, a dejarnos guiar, a no pretender querer tener siempre la razón, o quedar, con nuestras palabras o nuestros silencios, por encima del otro. Cuando todo esto sucede, hora tras hora, asfixiamos uno de los dones preciosos del Espíritu: la docilidad. Y en ese “hábitat” es cuando se provoca y se instala en la vida el desequilibrio espiritual, que consiste en pretender siempre ser pastor, por encima del rebaño y minusvalorando a éste. Y no sólo eso, sino desear apropiarse ser el mejor, el bueno. Cuando se fragua, en la rutina de las palabras y los hechos, todo esto, estamos a un paso, seamos conscientes o no, de suplantar a Jesús, único Buen Pastor; de suplantar a Dios. A este estilo de actuar en la vida le acompaña siempre la arrogancia, la vanagloria, la autorreferencia constante, la poca o nula capacidad para escuchar, para evaluar, para dejarse corregir.
Sentirnos parte del rebaño, aun cuando tengamos tareas de pastoreo, es saber trabajar, guiar, aconsejar, orientar, corregir, liderar, en clave de equipo, de hacer juntos, revestidos de humildad, de nobleza y de paciencia.
Es Uno el Buen Pastor. Es Ese el que dio la vida, hasta el extremo, por sus ovejas, que somos todos nosotros. No hay mejor perfil, mejor proyecto, mejor plan de misión que imitarle a Él, como podamos, mientras vamos de camino.