Uno de los malentendidos de la tradición cultural occidental respecto a la religión es el haber interpretado la realidad de Dios como freno -y hasta como lo opuesto-al desarrollo humano. Esta idea ha constituido el centro de la crítica religiosa del siglo XIX y se ha extendido de manera popularizada en grandes sectores de la sociedad europea hasta nuestros días. En los comienzos del siglo XXI las cosas han evolucionado algo. Pocos realizan ya críticas tan radicales como se hizo en el pasado, aunque de vez en cuando surge alguna voz que retoma los planteamientos de antes. La reflexión cristiana, a su vez, ha salido al paso de esas críticas y ha sabido subrayar que la relación con Dios abre lo mejor de lo humano y conduce al creyente al servicio de la humanidad. La vida de tantos que entregan su vida a favor de los que sufren y duelen en el mundo lo ha corroborado con los hechos.
El paso de Dios por la historia y por la vida humana provoca la Alianza de la humanidad, en la que todos somos llamados a tratarnos como hermanas y hermanos. Permitir que Dios pase por nuestra vida trae como consecuencia verse comprometido con la extensión de esa Alianza.
EL AMOR A DIOS Y AL PRÓJIMO, CARACTERÍSTICA DEL CRISTIANISMO
Uno de los rasgos más característicos del cristianismo es la unión del amor a Dios y el amor al prójimo en un único precepto. Lo que algunos han llamado el “shemá cristianizado” no se encuentra en ninguna otra religión, al menos en la misma medida.
No se puede amar a Dios y dar la espalda al prójimo. Parece como si Dios desviara hacia la humanidad la relación que el creyente le dirige. O expresado de manera mejor, parece como si Dios ampliara hacia los demás humanos el reconocimiento y la adoración que los creyentes le tributamos. La relación con Dios podría ser representada como el movimiento de hondas que provoca arrojar un objeto en el agua. Una vez que tomamos contacto con Dios, se produce un movimiento de apertura que nos lleva a encontrarnos con otros hombres. Sumergirse en Dios conlleva emerger en medio de la humanidad.
Es claro que el doble precepto cristiano de amar a Dios y al prójimo ha inspirado la vida y acción de las comunidades cristianas; la vida y la misión de la Iglesia. Por eso, el cristianismo ha aportado a la historia de la humanidad una nueva consideración del valor de todo ser humano; ha defendido la dignidad de la persona humana; ha promovido instituciones de acogida y sostén de lo humano como hospitales, hogares para niños y personas mayores, refugios para desplazados y marginados… En nuestros días, por ejemplo, la voz de la Iglesia es una de las que con más claridad y coherencia se levantan para defender la dignidad y los derechos de los emigrantes en distintas partes del mundo próspero.
Siendo cierto lo anterior, también es verdad que la unión del amor a Dios y al prójimo no está siempre presente en la conciencia cristiana con la claridad que debiera. Por eso siempre es conveniente volver una vez más a reflexionar sobre su modo de relación.
EL ÚNICO PRECEPTO
Cuando buscamos un texto bíblico en el que se presente la implicación del amor de Dios con el amor al prójimo a todos nos viene a la cabeza inmediatamente la frase de la carta de San Juan, “si alguno dijere: “Amo a Dios”, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso…” (1Jn 4, 19-21; también 3, 15-18). Pero hay otro texto en el Nuevo Testamento en el que en palabras de Jesús mismo se expresa la relación entre ambos. Es la respuesta que Jesús da a un escriba que le pregunta cuál es el precepto más importante de la ley (Mc 12, 28-31). En esta escena Jesús recoge dos preceptos del Antiguo Testamento y los presenta unidos en un único precepto. Amar a Dios (Dt 6, 4s.) y amar al prójimo (Lev 19, 18).Es claro que la relación entre el amor de Dios y al prójimo no es algo totalmente nuevo que estuviera ausente de la religión israelita. El Dios bíblico se revela como protector del “forastero, la viuda y el huérfano” (Sal 146, 9). Ellos representan la humanidad desprotegida y sufriente. En el yavismo se establecían una serie de instituciones para la protección de los desfavorecidos. Y son múltiples los textos, sobre todo de las tradiciones proféticas, que nos advierten que la religión sincera y verdadera se expresa en la relación con los demás.
La novedad de Jesús se encuentra en la rotundidad e intensidad con la que pone en relación los dos antiguos preceptos fundiéndolos en uno solo. Se podría pensar que Jesús nos quiere hacer ver que el amor a Dios y al prójimo son dos aspectos de una única realidad. El precepto es para el israelita la expresión de la voluntad de Dios. Por consiguiente, Jesús nos dice que la voluntad de Dios es el amor a Dios y al prójimo.
En los relatos de Marcos y Mateo, la pregunta del escriba sobre el precepto principal es una escena que transcurre después de una discusión en la que, entre otras cosas, estaba en juego la imagen de Dios. La unión del amor a Dios con el amor al prójimo nos dice algo de la realidad de Dios.
EL DIOS DE LA REALIDAD
Cuando Jesús expresó aquello que “Dios es un Dios de vivos y no de muertos” (Mc 12, 27) lo hacía respondiendo a una abstrusa pregunta. La que inquiría si tras la muerte seguiría teniendo vigencia el vínculo matrimonial. Preguntas tan abstrusas se les ocurren a aquellos que tienen tendencia a reducir a Dios a un juego de especulación. Es una tendencia algo extendida. Hay personas empeñadas en hacer de Dios la pieza final de un acertijo. Pero Jesús nos recuerda que Dios no es un juego mental sino una presencia en la vida.
Al relacionar el amor de Dios con el amor al prójimo, Jesús está diciendo que Dios es el Dios de la realidad y no de las ensoñaciones. La fe y la relación con Dios, al contrario de lo que han insistido los críticos de la religión, no alejan de la realidad. Más bien nos empujan a abrirnos y profundizar en ella.
Aunque pueda sonar a extraño, una de las cosas más fáciles en la vida humana es perder el sentido de realidad; no ser capaces de percibir y distinguir lo que ocurre a nuestro alrededor. La pérdida de sentido de la realidad suele ser consecuencia del encerramiento en uno mismo. De no tener más ojos que para sí, y de tomar en cuenta lo que nos rodea solamente si transmite el reflejo del propio yo. En otras ocasiones la pérdida del sentido de realidad puede ser producto del temor o del miedo a lo que parece que nos desborda o es más poderoso que las propias fuerzas.
La pérdida de realidad se manifiesta en la ensoñación. Es algo distinto al sueño. La ensoñación es una manifestación del encerramiento en nosotros mismos; de no tener ojos más que para uno. Y por eso nos fabricamos un mundo a nuestra medida y en el que siempre salimos bien parados. El sueño es otra cosa. Es exploración de las posibilidades inéditas de la realidad. Es apertura a lo que todavía no ha acontecido pero puede acontecer. En definitiva, el sueño presupone siempre la salida al encuen-tro de lo que nos rodea; es superación del encerramiento en nosotros mismos. Por eso en la Biblia el sueño es uno de los lugares en los que Dios habla.
El problema de la ensoñación es que nos hace duros e insensibles. Nos lleva a admitir solamente lo que nos complace. Pero Dios nos despierta de nuestras ensoñaciones porque la relación con Él remite siempre a la relación con los otros. De este modo Dios se muestra como el Dios del mundo, al que sostiene y protege. El mundo es ante todo el ámbito en el que viven las personas, es la casa de la humanidad. Dios al remitirnos al prójimo, a las personas, a la humanidad, nos remite al mundo. Y nos da un baño de realidad.
PARA SER BUENAS PERSONAS… ¡HAY QUE IR A MISA!
Al poner en relación el amor a Dios y al prójimo, Jesús dice que ambas cosas sean lo mismo, sino que ambas se encuentran en relación. Y es preciso conocer y pensar el modo de esa relación para entender bien el shemá de Jesús.
Con frecuencia, cuando preguntamos a los jóvenes por qué tienen tan descuidada la práctica religiosa, escuchamos la respuesta que en la vida lo importante es ser buena persona y para ello no hace falta ir a misa.
Y estos jóvenes tienen razón en algo. Es ver-dad, lo importante en la vida es ser buena persona. Sin duda. Y esta manera de ver las cosas entronca con palabras de Jesús, en las que estableció como criterio de salvación nuestra conducta con los demás. No es el decir: “Señor, Señor”, lo que da contenido a nuestra condición de cristianos, sino visitar al enfermo y al preso, acoger con simpatía y cordialidad al forastero, dar calor al que tiene frío, alimentar al desnutrido, compartir con el parado…
Pero los que tenemos algo de experiencia en la vida no podemos dejar de asombrarnos cuando oímos decir que para ser bueno no hace falta cultivar la relación con Dios. Ser bueno es la tarea y misión más importante para el ser humano en esta vida. Pero esta tarea no se resuelve fácilmente. La bondad no es un movimiento espontáneo de nuestra naturaleza. Es algo que brota con esfuerzo y dedicación.
Todo ser humano por ser imagen de Dios está tocado por su bondad. Pero también está rodeado de otras tendencias de la naturaleza humana que la pueden ahogar. Definitivamente el ser humano no es el buen salvaje que algunas corrientes de la Ilustración nos hicieron ver. Junto a la bondad tenemos también tendencia a la agresividad, a la envidia, a la competitividad, al rencor…En definitiva a ver a los otros más como una amenaza que como una posibilidad que contribuye a nuestro desarrollo.
La tarea de ser buenos en la vida se puede resolver si tenemos siempre ese objetivo y lo recordamos; si sabemos controlar las tendencias de nuestra naturaleza que van en dirección contraria, y sobre todo, si dejamos que la bon-dad que podamos tener dentro de nosotros se amplíe impulsada por una fuerza mayor que la de nuestros buenos propósitos. Los creyentes sabemos que todo eso es lo que recibimos cuando estamos en contacto con Dios, que es la fuente de la bondad.
Por esta razón, porque el amor al prójimo se asienta, amplía y agranda a partir de nuestra relación con Dios, la relación entre las dos partes del precepto principal no es una relación de igualdad, en donde sería equivalente el amor a Dios y el amor al prójimo. No es ese el modo de relacionarse las dos partes del precepto de Jesús.Más bien es el amor a Dios el que nos abre al amor al prójimo.
EL DIOS QUE SUSCITA CONFIANZA
El amor es un movimiento de apertura por el cual salimos del encerramiento en nosotros mismos para encontrarnos con una persona diferente a la que acogemos y recibimos en nuestro interior. Ese movimiento de apertura es resultado de haber sido despertados a la confianza.
La confianza se despierta cuando nos topamos con una realidad personal que nos acoge, apoya y sostiene. Al percibir que nuestra persona es reconocida y valorada abrimos nuestro interior, ofreciendo nuestra intimidad y entregando lo que somos.
Los creyentes en nuestra relación con Dios tenemos la suerte de ser despertados a una confianza inigualable a la de cualquier encuentro interhumano que tengamos en la vida. Encontrarse con Dios es darse de bruces con un ser personal que nos acoge y sostiene siempre, es decir, en cualquier situación que nos encontremos. Hasta cuando le damos la espalda nos sigue acogiendo y sosteniendo.
La confianza a la que somos despertados en el encuentro con Dios nos unifica con nosotros mismos y nos hace percibir el valor de nuestra persona. Un valor que ninguna circunstancia de la vida nos puede retirar. Ni el fracaso profesional, ni las agresiones que uno pueda recibir de otras personas podrán anular el valor que Dios pone en cada ser humano.
Quien se ha encontrado con la confianza de Dios no puede menos de entregar la propia persona a ese Dios bueno. Es la respuesta de la fe, por la cual quien ha sido despertado a la con-fianza en Dios, se orientará en la vida por la palabra de ese buen Dios y se dejará conducir por Él.
UN AMOR A SALVO DEL SENTIMENTALISMO
Uno de los males que padecemos en la cultura actual de las sociedades desarrolladas es el sentimentalismo. Es una consecuencia de un ambiente cultural en muchos aspectos adolescente y narcisista. El sentimentalismo no es más que la intensificación artificial de los sentimientos que se producen en distintas circunstancias de la vida. El sentimentalismo es también un modo de permanecer encerrados en nosotros mismos, pues más importante que las relaciones con los otros resultan ser los efectos emocionales que suscitan en nuestro interior. Un amor que solamente se entienda de manera sentimental es una perversión del amor, pues éste consiste precisamente en la salida de sí mismo al otro.
La relación con Dios nos pone a salvo de un amor sentimental. Cuando la confianza que Dios despierta en nosotros nos lleva a entregarle nuestra persona, el movimiento de la relación con Dios no termina ahí. Dios conduce nuestra entrega hacia los otros, hacia la humanidad. Dios, por ser el Dios del mundo y de la realidad, está también cerca de todos los hombres. Por eso, quien se introduzca en Dios es introducido en la relación con la humanidad.
De esta manera Dios nos hace prójimos de los otros. La proximidad no es un concepto espacial, es sobre todo un concepto relacional. Podemos estar al lado de una persona y sin embargo ser realmente lejano a ella. Y al contrario, podemos estar a muchos kilómetros de distancia de otra persona y sin embargo ser de verdad cercanos. La proximidad es un concepto relacional y por eso supone contacto. Sin con-tacto con otra persona no hay proximidad. El prójimo lo es en un proceso de acercamiento en el que tiene lugar el contacto. Dios es el que nos acerca a los otros; el que nos anima a no tener miedo para afrontar el contacto. El que nos lleva a ser prójimos de los otros.
En el Evangelio de Lucas, el texto en el que Jesús presenta el shemá cristiano va inmediatamente seguido de la parábola del buen samaritano. En esa parábola el prójimo es quien se convierte en tal en el proceso de acercamiento. Lo cual supone romper la indiferencia hacia quien sufre a nuestro lado.
El amor cristiano que se da como proximidad, acercamiento y contacto, es algo distinto al sentimiento. Es contacto y compromiso; responsabilidad por la humanidad que sufre.
UN DIOS QUE HABITA LA HERIDA
El atributo principal del Dios de Jesús y el Dios bíblico es la misericordia, la compasión. No son palabras antiguas, que el establecimiento y la deseable expansión del estado social y del bienestar conviertan en innecesarias.
La misericordia es tener un corazón para las necesidades de los otros; es saber penar con los sufrimientos de la humanidad. La predicación de Jesús es una llamada constante a la compasión frente a la religión de los maestros de la ley. Ellos hacían de la relación con Dios una especie de sistema de reglas frías en donde no había lugar ni para el dolor ni para la alegría humana. Jesús propone otro modo de relación con Dios que permanece como un correctivo crítico frente a toda forma religiosa.
La relación con Dios conlleva abrirse al dolor y al sufrimiento de la humanidad. Estar en contacto con Dios es participar de su misma misericordia y compasión. Del mensaje de Jesús los cristianos deberíamos desarrollar sobre todo una espiritualidad de la compasión, una espiritualidad de la responsabilidad por el dolor de los otros. Esa espiritualidad consiste en dejar que la necesidad del otro penetre en el propio corazón. Es dejarse afectar por el dolor del otro, en ser vulnerable a sus necesidades. En la vulnerabilidad el amor rompe con el sentimentalismo y comienza a ser amor real; amor de carne y hueso.
La compasión es un lugar privilegiado para la experiencia de Dios, pues Él está sobre todo presente en los pobres, en todos los que sufren. Para un cristiano hay pocos actos mejores de piedad y devoción auténtica que abrirse al dolor de los otros. Y ese es también el lugar para encontrarnos con Jesús. Así nos lo dijo. Y no deberíamos olvidar que, desde que se subió a la cruz, Jesucristo habita en la herida de la humanidad. En esa herida que se extiende en todos los Viernes Santos de la historia y que todavía aguarda la mañana de Pascua del final de los tiempos.
Además, de la herida habitada por Jesucristo nace la Iglesia. Según una antigua tradición la Iglesia nace del costado de Cristo para colaborar en la tarea de hacer que la bendición de su amor alcance a todo el mundo. Pues bien, hemos nacido de una herida y ese es nuestro lugar en el mundo. Encontrarse con Dios en Jesús es saber habitar en esperanza el dolor de la humanidad.
EN EL MUNDO GLOBAL, ¿DÓNDE ESTÁ EL VÍNCULO PARA MANTENER UNIDA LA HUMANIDAD?
Todos percibimos lo mucho que se ha empequeñecido nuestro mundo. Lo fácil que resultan los contactos e intercambios entre distintas culturas y pueblos de la humanidad. En nuestro mundo interconectado uno puede llegar a lugares remotos, pongamos por caso la selva amazónica, y encontrarse con muchachos que llevan puestas camisetas del Real Madrid o del Barcelona. O que te hablan de los personajes del último serial de moda en las televisiones. Cuando uno viaja por el ancho mundo no deja de asombrarse al ver a los adolescentes vestidos de la misma manera en rincones tan alejados y diferentes del planeta. La globalización hace homogéneos las conductas y los modos de vida.
Pero tras estas coincidencias comienzan las diferencias. Las más alarmantes e inaceptables son las de las condiciones de vida; las carencias en alimentación y vivienda; las desiguales oportunidades para acceder al estudio y a la cultura; para recibir cuidados médicos. Y en medio de todo ello no olvidamos que todavía se encuentra vigente el ideal de una humanidad unida. Algo que la humanidad siempre ha soñado en las mejores épocas. Unidad que no supone anular las diferencias de cultura, sino reconocerlas y mantenerlas.
En este mundo nuestro, roto por la desigual-dad y la injusticia, pero que todavía puede mantener la aspiración y el sueño a una humanidad unida y reconciliada, la pregunta que podemos hacernos es: ¿quién sostiene en última instancia el vínculo que otorga la unidad a todos los seres humanos? ¿es el mercado, los potentes medios de comunicación, las marcas y firmas transnacionales las que lograrán realizar el ideal de una humanidad unida? ¿o tiene que ser un vínculo más profundo?
Me parece que esta hora de la humanidad representa una gran oportunidad para el anuncio del Dios cristiano. Al menos, si tenemos ojos para lo que sucede más allá de nuestro patio. Nuestro mundo anhela comunión y el Dios cristiano es el Dios de la comunión.
Entrar en relación con el Dios del mundo y de la realidad, que ama como nadie a las personas humanas, es introducirse en el territorio de la fraternidad universal. Y es que el paso de Dios por nuestra vida nos introduce en la Alianza de la humanidad. Dichosos los que saben que han entrado en ella.