viernes, 29 marzo, 2024

EL OTRO NACIMIENTO

 

Terminado el ciclo litúrgico de la Navidad, iniciamos este domingo el “Tiempo Ordinario”. Y lo hacemos ante un acontecimiento crucial y definitivo en la vida y la “biografía” de Jesús. Un acontecimiento con muchas garantías de historicidad pues nos lo narran los tres sinópticos; y Juan, de otra manera, también se refiere a él. Se trata del “verdadero nacimiento de Jesús: el nacimiento “en el Espíritu”; «el otro nacimiento». Lamentablemente celebramos más el nacimiento carnal de Jesús -la Navidad o Encarnación- que el “nacimiento en el Espíritu” de Jesús. A veces divinizamos tanto a Jesús que se nos escapa por completo su humanidad. Y sin la humanidad de Jesús, simplemente no podemos ser cristianos. Nos imaginamos la fe personal de Jesús como algo rígido, consolidado desde su nacimiento, sin fisuras, desde que nació hasta que murió. Sin embargo, no pudo ser así. La fe humana de Jesús fue un proceso, como es nuestra fe también. Jesús “creció en sabiduría, edad y gracia…”, es decir, su fe -como su vida- fue una experiencia en proceso, incluso con altibajos. Jesús vivió siempre una fe determinante y profunda en su vida, pero una fe que tuvo “sus momentos” álgidos, como debió ser su muerte al sentirse abandonado del Padre, y como éste del bautismo en el río Jordán. Se trata del acontecimiento más importante desde su nacimiento hasta su muerte, aunque esto nos pueda parecer exagerado. Jesús “se pone en camino” desde su Nazaret natal tras las huellas del profeta Juan en el desierto, junto al río Jordán. Jesús es un hombre con una fe intensa y abarcadora, pero probablemente siente la necesidad de “algo más”, de un encuentro más hondo si cabe con aquel Dios a quien él llama, de un modo atrevido para un judío: “Abbà”, “papá, papi, papaíto”. Tiene más sed de Dios, si podemos decirlo así y sale de sí mismo (de su pueblo y su familia) en busca de una consolidación y ahondamiento mayor en su fe de siempre. No podemos decir que el bautismo de Jesús fuera una especie de “conversión”, como hoy la entendemos, pero pienso que sí podemos decir que fue «un punto decisivo de inflexión en su vida de fe”.  A partir de entonces Jesús siguió siendo el joven creyente de Galilea, pero su vida se transformó totalmente en el bautismo (por decirlo con palabras nuestras, poco rigurosas, ciertamente). De algún modo podríamos pensar que el “bautismo” no fue un momento aislado en la vida de Jesús, sino un momento culminante en su proceso de fe. Más que un momento, supuso una profundización cualitativa en su fe. Se trata de una experiencia fundamental, antropológica,  que va a dar “sentido a su vida”. Y que duró un tiempo impreciso pero no aislado: su marcha al desierto (posiblemente durante un tiempo “amplio”: cuarenta días) está profundamente vinculada con esta “conmoción” espiritual que padeció Jesús. Recordemos que, casi con total seguridad, transcurrió un tiempo (no sabemos cuanto) como discípulo de Juan Bautista hasta que su experiencia vital le lleva a tomar un camino diverso al de Juan: el Dios que experimentaba y “padecía” Jesús no era exactamente “igual” a la imagen veterotestamentaria del Dios Yavé que tenía Juan. El Dios de Jesús “era distinto” y El quería mostrarlo y vivirlo así con los demás. Por eso abandona el grupo de Juan y “crea” su propio grupo (prefigura de la Iglesia): el discipulado. Y comienza a llamar a otros para que le sigan. Llamamiento y seguimiento van unidos. Vocación y Misión.

El Espíritu es el protagonista de este evangelio central y decisivo en la vida de Jesús. Gracias al Espíritu, Jesús descubre el sentido de la misión que el Padre le ha encomendado. San Lucas nos dice hoy que esto ocurrió “mientras Jesús oraba”, en realidad, no fue un momento aislado o puntual, una especie de visión sobrenatural en un momento dado, sino un “estilo de vida, un talante constante” que siempre le acompañó: su unidad inquebrantable con su Padre Dios, en el Espíritu. La experiencia interior que vivió Jesús en estos meses (¿podemos hablar de “meses”?) le acompañó toda su vida: hasta el fracaso, la soledad y el abandono de la “kénosis” (sufrimiento) que vivió en la Cruz. “Estamos hablando de una experiencia de Jesús como ser humano, no de la segunda o tercera persona de la Santísima Trinidad. El bautismo no es la prueba de la divinidad de Jesús, sino la prueba de su humanidad”, nos recuerda un teólogo actual.

Hoy se nos invita a abrirnos a una experiencia íntima, personal, una “opción fundamental” en nuestra vida, iluminaos por el Espíritu, que no es cosa de un momento aislado, sino de un vivir impregnados del Misterio de Dios. No se trata de actos o hechos externos, de actividades o celebraciones, de ritos o liturgias… ¡muchísimo menos de Derecho Canónico! Se trata de poder decir, con San Pablo: “ya no soy yo quien vivo, es Cristo quien vive en mí” (Gálatas 2,20).

 

 

 

 

 

 

 

 

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