EL ESPÍRITU Y EL TEMOR A LA VIDA

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No es verdad que no se den signos de cambio. Como tampoco lo es que sean tan difíciles de comprender. Lo que sí es meridianamente comprobable es la tensión por amordazarlos o silenciarlos.

En todas las instituciones hay personas con corazones libres, capaces para el cambio, dispuestas a la novedad del Espíritu. Son personas que sus vidas evocan compromiso y verdad. No tienen miedo a abordar situaciones y son capaces de “soñar cómo sería…”. A su lado, podemos estar otros u otras, que jamás vamos a permitir un cambio, un riesgo o una novedad. Jamás vamos a permitir que aquello que hemos vivido décadas se cuestione, por muy en entredicho, que lo esté poniendo el mismo Espíritu. Son (somos) los “corazones institución”. Que, en realidad, “somos” la paradoja del “corazón sin corazón”. No sentir, ni padecer. Lo importante es sacar adelante las cosas, al precio que sea y sin preocupación por los heridos o heridas que queden en el “campo (de batalla) comunitario”. ¡No dejan vivir y tampoco viven!

Ve uno, con perplejidad, cómo ante una realidad cada vez más desconectada de nuestros propósitos de identidad y misión, la respuesta sea tan tímida. A penas, ciertas adaptaciones lingüísticas, que son todavía más dolorosas, cuando las formas son profundamente clericales, anquilosadas e instaladas en una verdad que ya no existe. Ve uno, con dolor, como algunas esperanzas se apagan y personas dispuestas a la profecía se van situando y agazapando en una estabilidad sin mordiente, ni propuesta. En una quietud que solo evoca que la vida pase sin sobresaltos. Es la medianía de la “no vida”. Se constituyen espacios comunitarios recorridos por sangre tibia, sin, a penas, latido.

Me preocupa grandemente cuando preferimos aparentar estar vivos a vivir; cuando nos conformamos con agendas de reuniones que no pregunten por la reconciliación. Me entristece cuando confundo el discernimiento, con la fe ciega de creer que se trata de imponer mis ideas o llegar a pensar que el “mantra del trabajo en equipo” consiste en que se me dé la razón. Me da miedo confundir comunión con silencio; obediencia con dejar que llueva mientras no me moje… Me asusta un presente sin porvenir; una comunidad sin tensión; una misión sin riesgo y una vida sin esperanza.

Se nos nota demasiado que somos un “nosotros” o “nosotras” muy solteros. Por eso llegamos a confundir el yo con el nosotros y hasta nos atrevemos a pensar que lo que a mí me viene bien, para “nosotros” sería maravilloso. Se trata, sencillamente de la no aceptación de una pluralidad que el mismo Espíritu está empeñado en sostener. El filósofo G. Agamben lo describía perfectamente en su diseño de La comunidad que viene. La clave es la aceptación del [cualsea] de cada uno. Sea el que sea.

Quizá  necesitemos un poco de pensamiento filosófico para salir del bucle de soledad de los consagrados cuando robamos la comunión y creemos que mi plan es el de la comunidad; que la comunidad puede cuando yo puedo; está cuando yo estoy o deja de estar cuando yo no puedo. Es letal esa reducción de lo comunitario a lo funcional; o el sentido apostólico a la economía; o los valores a los prejuicios. Es letal la consentida acepción de personas, valorando escandalosamente a algunas, para silenciar, apartar o decidir que otras callen.

Acompañando procesos de reorganización cada vez soy más sensible a las personas que sufren y, de momento, callan, “ante esta calamidad”. Tengo miedo de llegar a pensar que para que nazca una vida consagrada verdaderamente situada en su carisma, lo mejor que es una buena parte de esta generación segura, institucional y posicionada en su verdad, debe desaparecer. Tengo miedo que algunos, que nos sentimos tan seguros en nuestros carismas, no estemos, en realidad, deteniendo una transformación urgente y confundiendo la voz del Espíritu con el temor a la vida.