Tenemos un problema que, además, conviene “exprimir” para que no quede en el almacén de las paradojas donde solemos situar todo lo que terminamos asumiendo bajo el fatídico titular: “es lo que hay”.
Si vivir en comunidad es una experiencia de gozo en la constitución del ser humano, ¿por qué estamos comprobando de manera reiterada y universal la constante búsqueda de diluir las relaciones; relajar el discernimiento y garantizar la “sana independencia”? Seguramente tengamos que convertir en “líquido digerible” la esencia de la vida compartida, el peso de las formas de cómo solemos vertebrarla y la armonía entre coherente independencia y sana dependencia. Todas ellas, palabras hermosas de años de historia y entrega, pero también de años de soledad, decepción y huida.
No me he encontrado con nadie, absolutamente nadie, que viviendo en comunidad no la valore. El acuerdo en los grandes principios es de los pocos “universales” que se salvan en este mundo nuestro donde todo es opinable. Me encuentro, sin embargo, con experiencias diversas de soledad, decepción, relaciones mínimas, funcionalidad y costumbre en no pocos protagonistas, ellas y ellos, en aquellos y aquellas que se reconocen llamados a vivir en comunidad.
Es tan cierto que no hay palabra evangélica más transgresora y eficaz que la comunidad, como que hay pocos grupos humanos que puedan llamarse verdaderamente comunitarios. Y en esta aparente situación sin solución, me niego a pensar que la comunidad ha perdido su valor y brillo y, por supuesto, que un número tan significativo de personas, no satisfechas, vivan su pertenencia desde la mediocridad. Algo pasa y ese algo es, desde mi punto de vista, el asunto más grave sobre el que ha de encontrar respuestas la vida consagrada.
Los valores de la vida compartida con un horizonte común; el espacio donde cada uno encuentra aliento para ser él mismo (ella misma) sin cortapisa ni miedo; el lugar evangélico donde se experimenta la libertad para seguir a Jesús más cada día; el sentido de proyección, salud y ayuda que brota del discernimiento de comunión y que, literalmente, te lanza a la calle, al hermano desconocido, a la situación donde urge la esperanza… no han desaparecido.
La persona de nuestro tiempo con su infinidad de redes de pertenencia, vínculos y compromisos… mantiene una llamada limpia de compromiso y complementariedad con aquellos o aquellas que han sido convocados desde el mismo carisma a ofrecer esperanza al mundo. Es, por tanto, falsa la torpeza de generalizar afirmando que el hombre o la mujer del siglo XXI están incapacitadas para la vida de comunión por su ADN contagiado de individualismo.
¿Dónde está el problema? Por supuesto, no en el Espíritu que cree en la comunidad, sino en nuestras formas comunitarias que no son tan deudoras de fe, cuanto de costumbre; no son signo de pluralidad, sino de miedo monocorde; no son comunidades para la misión, sino para la protección, vigilancia y conservación. No son comunidades de vida, sino ritmos que salvaguardan ritos y reiteraciones de muerte. El problema no es otro que la falta de arte para proponer hogar; la carencia de creatividad para optar por la vida y el miedo al Espíritu que inevitablemente nos pide salir del fuego de la costumbre.
«Los problemas no se resuelven, se exprimen» y necesitamos exprimir y asumir nuestra realidad de hombres y mujeres comunitarios. Solo hay un camino, la escucha. Me temo que esta está también adormecida y cansada. Quien más y quien menos ha practicado como “solución” las “denominadas” conversaciones evangélicas convirtiéndolas en un elemento más de inercia, cadenas de palabras y literatura en la que sostenemos todos los sueños que no llegan a hacerse vida. Considero demasiado generalizado el sentir de que las cosas no pueden cambiar. Me consta que hay personas, en todos los carismas, que piensan, sin embargo, que han hecho un largo viaje con su existencia y quieren vivir de otra manera. Estoy seguro de que no pocos y pocas despertarán a una nueva vida de comunión cuando se sientan escuchados y valorados. Son los que no se conforman con ritos vacíos, sino que necesitan experiencias fundantes y acontecimientos evangélicos. La calidad de la comunidad no se mide en minutos compartidos sin amor, sino en momentos trascendentes que cambian el corazón. No es hacer cosas juntos, sino dejar de competir y convertirnos al amor. No es un “tema” de espacio y tiempo… es un acontecimiento de fe. La gran pregunta es si seremos capaces y dejaremos al Espíritu… o tendrá que pasar esta generación.