El centro:

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La fe, la del jefe de la sinagoga, la de la mujer que padecía flujos de sangre, pone a Jesús de Nazaret en el centro de sus vidas.

Aquel día mucha gente rodeaba a Jesús, aún más, lo apretujaban, pero eso no significaba que tuviesen con él una relación personal.

No se nos da razón de la fe de aquel hombre, pero la fe da razón de lo que el hombre hace: “se acercó” a Jesús y, “al verlo, se echó a sus pies, rogándole con insistencia: _Mi niña está en las últimas, ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva”. Este hombre no apretuja, ¡cree!, y hace de Jesús el complemento necesario de todos sus verbos: se acercó a Jesús, vio a Jesús, se echó a los pies de Jesús, presentó a Jesús su ruego, pidió a Jesús que pusiera sus manos sobre su hija, puso en las manos de Jesús la vida que más quería.

No se nos da razón de la fe de aquella mujer, pero la fe da razón de sus pensamientos, de sus palabras, de sus opciones: Oyó hablar de Jesús, se acercó por detrás, una más entre la gente, le tocó el manto; pensaba que, con sólo tocarle el vestido, curaría.

Esta mujer no apretuja, se acerca y ¡roba la fuerza de Jesús!, y Jesús pregunta por el ladrón: “¿Quién me ha tocado?”

Ahora, curada, la mujer se acerca asustada y temblorosa, se echa a los pies de Jesús, y le confiesa todo.

Sólo la fe hace posible que nos acerquemos a Jesús, que lo veamos, que nos echemos a sus pies, que le roguemos, que le toquemos, que le robemos, que vivamos por él.

Sólo la fe pone a Jesús en el centro de nuestras vidas.

En nuestra eucaristía la fe nos permite escuchar la palabra del Señor, recibir su paz, comulgar su Cuerpo. No la celebramos para apretujar, sino para creer y robar, creer en Cristo Jesús, y robarle su fuerza de vida.

Feliz domingo.

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