Si hay algo llamativo en la vida consagrada es su capacidad para reponerse, con mucha frecuencia, ante las inclemencias del tiempo. Deberíamos recordarlo cuando nos sorprendemos perdiendo la paz ante las circunstancias adversas que a veces nos toca vivir
Son tiempos particularmente complejos para las diferentes familias de vida consagrada. Estructuras grandes con propuestas de evangelización que necesitan una profunda transformación; cuerpos congregacionales envejecidos que «siguen haciendo» pero con evidente «paso lento» frente al vértigo con el que se desencadenan los acontecimientos; pocos ingresos de personas jóvenes, que lejos de rejuvenecer la propuesta carismática de la congregación, quedan diluidos o diluidas en el «sistema» y, a veces, propician miradas nostálgicas sobre la misión; un compromiso con la misión compartida y la familia carismática bien articulado en los textos, pero atemorizado en las decisiones por miedo a perder poder; una reorganización ralentizada por temor a la movilidad y muchas veces deudora no tanto de un «sueño profético», cuanto de «salvar los muebles», aunque sea por unos años más…
Se trata de indicadores, más que evidentes, que nos obligan no solo a cambiar el paso, nos obligan a cambiar la vida. Y ahí estamos. Y lo que pudiera parecer un presagio de calamidades es, para mí, un presagio de oportunidades. Porque, este tiempo social y eclesial es un tiempo muy oportuno para la novedad del Espíritu.
Mirar lejos y mirar bien
Lo peor en las situaciones de crisis es conformarse con la recopilación de datos. Tenemos sumarios inmensos de problemas catalogados. Hay expertos y expertas, perfeccionistas en extremo, que con el ánimo de buscar el bien, solo señalan los aspectos negativos, convirtiendo la mirada siempre en una expresión huraña, intimista, microscópica.
Las circunstancias piden, hoy más que nunca, levantar la mirada, ver con amplitud y, sobre todo, situar la vida consagrada en un contexto eclesiológico amplio, en una visión de humanidad que nos permita recobrar y señalar las líneas fuerza de Reino donde va a estar la verdadera luz. Es quizá la pretensión más honda del proceso sinodal en el que nos encontramos como comunidad cristiana, en la que también la vida consagrada, por supuesto, tiene que implicarse, creer y convertirse en este presente.
No son tiempos para conformarse con la visión del pequeño relato de la propia congregación. Con frecuencia con la loable intención de crear cuerpo congregacional, reforzamos la visión miope de un «islote» en medio de un inmenso océano. Ampliar la visión, oxigena el sentido evangélico de Alianza, reduce sensiblemente el combate cainita que pueda haberse gestado, y abre la expectativa de sentido de misión a las generaciones que necesitan, objetivamente, más oxígeno para encontrar el sentido de su consagración. Lo inter no devalúa la pertenencia, la sitúa. Por supuesto no apaga lo carismático, lo ilumina… No destruye la comunión, la fundamenta. No diluye el sentido de familia, le da sentido.
Se percibe que la situación de inclemencia exterior está propiciando que se refuercen vínculos de pertenencia un tanto artificiales y superpuestos.
Se trata de estilos «de liderazgo» que propician una pertenencia que en realidad es dependencia por miedo. Por supuesto, no buscan elementos que favorezcan un discernimiento para la misión. La mística de la comunión que contribuye a una fecunda pasión por la misión no se logra mediante «ritos externos de pertenencia» en los cuales la persona no se siente involucrada, comprendida o necesaria… Es imprescindible abrazar, de una buena vez, la pluralidad de las personas para entender los carismas como dones –también plurales– y, como gusta reiterar a nuestro Papa, signos del poliedro en el cual el Espíritu se expresa con fecundidad.
Por tanto, la vida consagrada tiene que superar la tentación del microscopio, para mirar lejos y mirar bien cuál telescopio y entender su sentido y razón de ser como expresión de un inconfundible compromiso de Dios con la humanidad en una Alianza que jamás romperá.
Dejarnos mirar por una realidad que también ama
Superar la «visión doméstica» de la vida y misión de los consagrados nos desplaza hacia las calles. El lugar donde están las mujeres y los hombres de nuestro tiempo tratando de encontrar una vida con sentido. Es una realidad compleja, plural, multicultural, poliédrica que también nos mira… y nos ama.
La vida consagrada nació para el riesgo y para mostrar que la vulnerabilidad de mujeres y hombres que se arriesgan por el Evangelio es el mejor modo de anunciar el Reino. Nació para la confianza en la humanidad; nació para mirar el bien de frente y no temerlo. Nació para reconocer que donde abundó el pecado, con más fuerza sobreabundó la gracia. A lo largo de la historia unos cuantos hombres y mujeres cantaron la gloria de Dios desde una vivencia comprometida con los consejos evangélicos, y lo hicieron con alegría. También en los momentos delicados de la historia, cuando las crisis se convirtieron en guerras, los consagrados supieron ser la voz y las vidas que a todos reconocían y, por tanto, con equidad reivindicaron la paz.
No existe la vida consagrada a la defensiva o posicionada ideológicamente. No existe la vida consagrada que cree que está siempre en posesión de la verdad. No existe la vida consagrada que solo reconoce el valor de quienes la adulan o agasajan. La vida consagrada es un don de Dios a su pueblo, es para todos. También para quienes no la comprenden o valoran. Es una vida consagrada que no tiene miedo a dejarse mirar, a veces muy críticamente, por sus conciudadanos. Sabe que el seguimiento de Jesús, que se propone como máxima primera, exige esa libertad y el riesgo de que, a quienes pretende servir, se muestren con ella especialmente críticos, negativos o exigentes.
Frecuentemente pretendemos encontrar respuesta a la situación que vivimos mirándonos únicamente a nosotros y nuestras circunstancias. El camino para nuestro tiempo exige, sin embargo, dejarnos contemplar por el entorno. Escuchar qué se dice y qué se nos dice. No intentar justificar, mucho menos atacar, y tampoco defendernos… Escuchar, percibiendo en lo que oímos signos de la claridad del Espíritu que tanto anhelamos.
Dejarnos mirar en nuestra humanidad
Pocas expresiones nos gustan tanto como reconocernos «vasijas de barro» (2Cor 4,7). Sin embargo, hemos de dar el salto poético de la vasija de barro como icono, al reconocimiento de la humanidad que somos, también rota cual vasija, para empezar a vivir la experiencia de consagración como todo Gracia… Que, por supuesto, no es una experiencia de superación y rigor propio de solteras y solteros muy «ocupados en sus cosas».
Nuestro itinerario formativo como consagrados ha sido, en conjunto, muy bueno. Hemos adquirido destrezas incuestionables en el sentido del deber, la atención al bien común, la mirada sobrenatural sobre los bienes… Hemos aprendido a «hacer cosas juntos» y, me atrevería a decir, con sentido de responsabilidad. Nuestros itinerarios formativos en clave afectiva, han sido, sin embargo, muy débiles y mejorables. Quizá deudores de tiempos donde las promociones eran grandes, quizá por falta de formación confundiendo más que iluminando la moralidad y la maduración humana… Lo cierto es que la integración afectiva tan deseada y deseable es una asignatura de «libre configuración» que cada uno ha ido cursando en la «universidad de la vida», según su parecer o posibilidad. No nos engañemos, dependiendo de lo asumido que tengamos quiénes somos, qué queremos y cómo amamos, se teje nuestra espiritualidad y misión configurada como una expresión de discípulos o como una compensación que nos serena como espejismo de una aparente realización personal.
Sin duda alguna, el episodio (o más que episodio) de los abusos, con todas sus ramificaciones y vectores destructivos, es una coyuntura de la que podemos salir fortalecidos como consagrados. Pero para ello hemos de asumir que algunos estilos de formación y convivencia; algunos cuidados aparentes no han servido para un adecuado discernimiento en el que la persona se sepa y se necesite hijo de Dios. Y jamás se deben reeditar. La salida es aprender a crecer, a poner nombre al desarrollo antropológico, aprender a dialogar, a compartir realmente la vida y los sentimientos… Tarea nada fácil, entre otras cosas por la debilidad manifiesta de los espacios comunitarios. Constatamos que puede haber un número significativo de consagrados que no han sido «protagonistas» de su proceso, y solo han aprendido a moverse en el marco de unas normas que «casi obligan a Dios qué decir y qué callar».
Dejarnos mirar en la humanidad posibilita, sobre todo, reconocer la Gracia. La vida consagrada jamás puede o debe presentarse como un cuerpo perfecto, sino como un cuerpo en búsqueda y ahí está su valor. Jamás se cansa de buscar a Dios presente en todas las obras de la creación, en todo gesto humano que apunta a la solidaridad, la bonhomía o la transformación social. La vida consagrada no es el reducto de los perfectos o perfectas, es el lugar de quienes han puesto por encima de cualquier otro criterio de valoración, las bienaventuranzas. Y desde ellas, el reconocimiento de la propia debilidad como lugar propicio para que se manifieste que todo es Gracia, que todo es posible, porque su raíz vocacional se la da Jesús cuando afirma: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Lc 5,32).
Aprender a mirarnos
Pero, sin duda, el gran reto de nuestro tiempo es aprender a mirarnos… y valorarnos. Es muy preocupante seguir formulando grandes titulares de complementariedad y comunión desde realidades comunitarias profundamente fragmentadas. Aprender a mirarnos no es solo un gesto de voluntad, es un principio de fe. No es seguro que en el corazón de las congregaciones se crea en la vocación de sus miembros. No es infrecuente que comunidades muy solícitas suplicando al Dueño de la mies, se olviden de que en su propia comunidad hay habitantes, obreros y obreras de la mies, que necesitan que se ore por ellos y ellas, necesitan aliento, reconocimiento y acción de gracias. Una comunidad que no se contemple, que no se mire con misericordia, no es comunidad. Es un espacio organizado que solo anuncia el triunfo del orden, la soltería y la esterilidad. No basta con exhortar a las comunidades para que aprendan a mirarse. Hemos de trabajar con firmeza para que así sea. Hay que cuidar su liderazgo, composición, su visión, su sentido de misión y su identificación con el contexto. Comunidad y misión se exigen y necesitan; no existe la vida comunitaria, en la vida consagrada apostólica, sin misión en todos sus integrantes. El sistema distributivo en el que hemos caído desemboca en hombres y mujeres superocupados que no quieren renunciar a su ocupación, viviendo en paralelo con un número notable de hombres y mujeres «en paro» que viven del recuerdo de lo que hicieron y lo que fueron en un ayer que constantemente traen al presente. Unos y otros; unas y otras necesitan tiempos de calidad para mirarse a los ojos. Acontecimientos que desencadenen experiencias fundantes de comunión. Momentos transcendentes que los vinculen y las vinculen para hacer de los espacios comunitarios paradigmas creíbles de fraternidad, gérmenes transformadores que evoquen, en medio de la orfandad social, que es posible la sociedad justa, el cuidado sincero de los demás y los vínculos reales y duraderos.
En este sentido, y siguiendo la máxima donde afirmábamos la necesidad de dejarnos mirar por el entorno, el pensamiento cultural del siglo XXI es muy gráfico al respecto. «De la misma manera que no tiene sentido luchar por un árbol enfermo que produce espinas en lugar de frutos, también carece de sentido luchar por un templo defectuoso que genera enemistad en lugar de armonía»1. Son necesarias en nuestro mundo, comunidades donde las personas sepan mirarse a los ojos, emprender un camino apasionado por una causa de transformación y vivan, sin artificio, la misericordia y el perdón. Esas tienen algo que decir y ofrecen transformación.
La vida consagrada no es un valor de mercado
Y desgraciadamente se nos puede olvidar. La vida consagrada pertenece a la ofrenda de Dios. A la Gracia sin medida. A la exageración del Reino. Es una propuesta que excede todo cálculo porque su articulación y esencia se inscriben en principios estrictamente espirituales. Lo suyo no es ser práctica, aunque sus manos sanen o eduquen; lo suyo no es la producción, aunque su compromiso es que los bienes adquieran una distribución justa; lo suyo no es ser solución, aunque estará siempre al lado de quienes sueñan y trabajan por ella… La vida consagrada es imprescindible para que la humanidad no se distancie del sueño de Dios. Se inscribe en la poesía de la vida, donde parece que todo es exceso, pero sin ella, la vida se queda sin oxígeno.
Cuando algunos consagrados se vuelven eminentemente prácticos, calculadores y fríos… el peligro puede estar en que se han distanciado de la utopía original del Reino para pasar entre sus conciudadanos y conciudadanas como hombres y mujeres realizados y fecundos. Se olvidan que la fecundidad de los consagrados, su verdadera originalidad, es parecer prescindibles a los prácticos, porque sus vidas evocan los principios del Reino que superan todo cálculo mercantil. «No hay duda de que, en el invierno de la conciencia que estamos viviendo, a los saberes humanísticos y a la investigación científica sin utilitarismo alguno, a todos estos lujos considerados inútiles, les corresponde cada vez más la tarea de alimentar la esperanza, de transformar su inutilidad en un utilísimo instrumento de oposición a la barbarie del presente, en un inmenso granero en el que puedan preservarse la memoria y los acontecimientos injustamente destinados al olvido»2.
La transformación del mundo, y el lugar con sentido de la vida consagrada nunca será un «diálogo de tú a tú» con el mercado contemporáneo, será ofrecer un contrapunto persuasivo, alternativo, sugerente y nuevo. Jamás el mercado con su potencial económico podrá comprar la Gracia de la donación que sostiene el seguimiento de Jesús. Jamás la Inteligencia Artificial (IA) podrá diseñar paradigmas alternativos a la libertad del corazón de los consagrados que, por el Reino, son capaces de dejarlo todo y crear comunión.
1 Harari Yuval, Noah, 21 lecciones para el siglo XXI, Penguin Random House, Barcelona 2018, Apple Books, p. 548.
2 Ordine, Nuccio, La utilidad de lo inútil: Manifiesto, Acantilado, Barcelona 2017, p. 92.