Jesús nos ama con un amor similar al que tiene por el Padre, por tanto, con un amor indescriptible, puro, profundo, incondicional, seguro. El mismo amor que Jesús tiene por el Padre y el Padre por Jesús, es el que tiene por cada uno de los que le siguen. Es imposible describir un amor más grande. Un amor así está siempre dispuesto a dar la vida por el amado. Y, en lo que se refiere a nuestro conocimiento de Jesús resucitado, hay que decir claramente que sólo desde el amor podemos conocerle; y sólo si le amamos, se nos da a conocer: “me daré a conocer al que me ama” (Jn 14,21). Solo el amor da el conocimiento verdadero.
Al texto de Jn 10,15, Gregorio de Nisa le saca un partido complementario, pues entiende la caridad de Jesús para con las ovejas como la mejor prueba y manifestación de su amor al Padre: “Dice el Señor: igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre, yo doy mi vida por las ovejas. Como si dijera claramente: la prueba de que conozco al Padre y el Padre me conoce a mí está en que entrego mi vida por mis ovejas; es decir: en la caridad con que muero por mis ovejas, pongo de manifiesto mi amor por el Padre”.
En la segunda lectura de la Eucaristía de este domingo también aparece el verbo conocer: el mundo no conoce a los creyentes porque no ha conocido al Padre. En efecto, conocer a los creyentes es saber que son hijos de Dios. Y sólo conociendo al Padre se conoce a los hijos. Por eso, el mundo que no conoce a Dios no está en condiciones de conocer la realidad más profunda y constituyente de los hijos de Dios. Sólo puede conocerlos superficialmente. En el mejor de los casos puede pensar que “esos creyentes, esos que van a la Iglesia, parecen buenas personas”. Pero sólo conociendo la razón profunda de la bondad se conoce bien a la persona bondadosa. Y la razón de la bondad de los creyentes es que han recibido el mismo Espíritu del Amor que los hace hijos de Dios, que es Amor.