EL ADIÓS EXISTE

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También el adiós puede ser agradecido.

Vivimos tiempos de vértigo, con infinidad de «hola» y «adiós». Encuentros epidérmicos que duran instantes. Vidas que se cruzan sin llegar a hacer camino juntas. Se dice que no son tiempos para la fidelidad y no estoy tan de acuerdo, sobre todo cuando se entiende por fidelidad, únicamente, duración en el tiempo.

Lo cierto es que ayer me llamó Néstor para decirme que dejaba su congregación. Que tras un tiempo donde pensó en la vida y su papel en ella, entendió que su camino era otro. Me habló del momento difícil que experimenta para pronunciar el adiós. Porque siempre las despedidas van ensayándose en un decorado interior, sin verbalizar… hasta ver cómo resuenan cuando se les pone letra y música. Me dice –y lo creo– que es un adiós sin reproches y con mucho agradecimiento. Que en estos últimos meses ha ido repasando la historia transcurrida y su adiós está lleno de bien y de paz.

Y justamente eso me ha dado pie para pensar que el adiós es, o puede ser, un verdadero gesto de amor. En realidad, si el adiós es agradecido, es un valor que permanece. En la indudable ruptura, se sostiene una experiencia vivida que jamás desaparecerá. Bien diferente, por supuesto, a cuando el adiós es abrupto, agresivo o inhumano. Muy diferente también a cuando el adiós solo es silencio, ausencia o nada.

El hola y el adiós en la vida del ser humano guardan un paralelismo claro. Ambos son, frecuentemente, inexplicables. Son gestos de la vida, la relación y el encuentro. Son los gestos que superan la propia humanidad y, frecuentemente, nos conectan con una verdad superior que muchos remitimos a Dios.

Detrás de una experiencia en sí dolorosa como es despedirnos, decirnos un adiós sentido y creído puede hablar de amor. Es indudable. Saber soltarnos, desprendernos y conceder esa libertad a otros, es una manifestación clara de generosidad. Es más, si lo llevamos a sus últimas consecuencias, saber decir adiós puede ser una manifestación de limpieza que habitualmente no contemplamos. Decir adiós no es negarle a la persona sus posibilidades y su libertad, es reconocérsela. No es desentenderte, es echarte a un lado para que la persona protagonice su camino hacia el porvenir. Si lo piensas bien, hoy eres quien eres gracias a muchas personas que, a su manera, han sabido decirte adiós, despedirse y dejarte a ti ser tú.

Hay otro aspecto que el adiós suscita. Se trata del inicio de un nuevo camino. Cuando decimos adiós a esta vida nos encaminamos hacia la eternidad. Cuando dos personas se dicen adiós se encaminan hacia trayectos distintos. Néstor y su congregación se han dicho adiós. Pero ni él ni su congregación pueden renunciar a lo que ambos se han enseñado; lo que han sufrido y, juntos, han amado.

A lo largo de la vida ya no sabe uno qué acumula más si «holas o adiós». Lo importante es guardar de ambas experiencias la enseñanza del valor de la vida y la verdad. Lo bueno del adiós es que necesita ser contemplado en la distancia. Así, cuando pasa el tiempo, no te quedas en pequeños detalles, reproches o culpas, te quedas con la nitidez de lo que supuso un tiempo compartido, una verdad creída o un proyecto soñado. Te quedas con la esencialidad de lo que no se borra jamás: el amor.

Entre las cosas finales que me decía Néstor, insistía en vivir esta despedida intensamente. Cuando entró en la congregación y empezó su relación de pertenencia, frecuentemente repetía el texto: «Cuando escuchaba palabras tuyas las devoraba…». Ahora no quiere que su «adiós» se caracterice por el desinterés, quiere vivir un duelo consciente. Cuando ha habido algo importante –y lo ha habido– la vida no se resuelve en una pulsión o arrebato, necesita el duelo y la paz; el llanto y la oración; la acción de gracias y el amor… aunque duela. El adiós necesita ser vivido intensamente… toca las entrañas. Como cuando te despides de alguien que quieres hasta la eternidad.