Ébola: La nueva lepra

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Diez leprosos andaban por las afueras de la ciudad cuando se encontraron con Jesús y, a distancia, le pidieron que les curara. Otro día, andaba Jesús por la ciudad cuando un leproso se postró y le pidió que lo curara (Cf Lc 17, 11-19; Mc 1, 40-45).

Cada vez que sale un leproso en el evangelio me cuesta explicar la situación de exclusión y de rechazo que sufría, y de miedo que él suscitaba en la gente. Pero la semana pasada pude comprobar, en un programa de tv, los sentimientos que han brotado ante la muerte por ébola de Miguel Pajares; religioso de la Orden de San Juan de Dios.

En el programa de debate se sucedían los argumentos a favor y en contra de que tal religioso viniera a España a ser tratado del virus mortal. Que si nos puede infectar, que si es costoso desalojar toda un área del hospital, que si él se lo buscó en África, que tendría que haberse quedado allí… Uf, no sé cómo Miguel vivió esa situación de crítica y exclusión. Supongo que bastante tenía él con soportar la fiebre y la descomposición de su organismo, pero dejó al descubierto a una sociedad desarrollada patológicamente intolerante, egoísta y farisea. Sin distinción con la que juzgó a los leprosos de la época de Jesús, de Francisco de Asís o de Damián de Molokai.

Los del programa de tv no se dieron cuenta de que el virus del ébola está fabricado en este mundo nuestro tan adelantado, que lo sufren los desheredados de la tierra a los que robamos los recursos y la dignidad, y que lo contraen quienes eligen vivir junto a ellos. Eso quiero pensar, porque si eran conscientes de la cantidad de burradas que proferían bajo tientes de progresismo y protección social, es que son mala gente, egoísta y miedosa. Vamos, como los que acusaron, juzgaron y crucificaron a Jesús para defenderse del virus romano, asegurando que la muerte de uno les dejaría a salvo a todos.

Pues no. La muerte de uno lo que hizo fue salvarnos de esas actitudes que brotan en nosotros cuando queremos asegurarnos la vida. La vida de Miguel era de Cristo; se la entregó en su profesión religiosa, como los otros dos hermanos de su orden que murieron días antes. La muerte de Miguel ha sido la de Cristo; me hace reconocer que la vida religiosa es vida porque ya está entregada, y es misericordiosa porque está donde Dios quiere estar presente, mientras los hombres prefieren ocultarla, taparla y arrinconarla.

Y murió entre ladrones, a las afueras de la ciudad, injuriado y cuestionado. Cristo: el Hijo de Dios.