También a Jesús le hicieron una pregunta parecida y bien directa: “¿dónde está tu Padre?” (Jn 8,19). La respuesta de Jesús orienta en una buena dirección: conociéndome a mí o mirándome a mí, se conoce al Padre. Esta es la buena respuesta del creyente, consciente de una cosa: que a Dios solo se le ve en la mediación de una humanidad (la de Jesús o la del cristiano) y toda humanidad es ambigua; por eso, lo que en ella se ve depende de la mirada del observador: solo se ve bien con el corazón; con los ojos uno puede ver cualquier cosa. Por eso, cuando se trata de cuestiones fundamentales cada uno ve lo que quiere ver.
Con todo ya es un dato importante que nos pregunten. Porque, si nos preguntan, eso significa que, a pesar de nuestras deficiencias y limitaciones, hay algo en nosotros que provoca preguntas religiosas. Yo diría que incluso a pesar de nuestros pecados. Y es que, hay modos y modos de pecar. Los hay que pecan y se quedan a gusto; los hay que pecan y se quedan disgustados. Cuando uno ve el disgusto del pecador, la gente que entiende que en el pecado debería haber encontrado mucho gusto, se pregunta qué tipo de pecador es este que peca a disgusto.
La pregunta: ¿dónde está tu Dios?, puede tener muchas variantes y hacerse de muchas maneras. La pregunta nos la hacen los que dudan de la existencia de Dios, o los que critican a la Iglesia (unas veces con razón y otras con mala intención); nos la hacen los indiferentes y aquellos que manifiestan (como dice Francisco) una gran sed de Dios o buscan respuesta a la pregunta por el sentido de la vida; nos la hace tanta gente instalada en el sufrimiento y que busca desesperadamente un poco de esperanza. ¿Sabremos los creyentes detectar esa pregunta? ¿Sabremos responderla pacíficamente, sin sentirnos atacados? Hay preguntas que sólo pueden responderse desde la paz y la paciencia. Cuando se responde defensivamente y, no digamos, atacando, se responde mal.