Ése es el título que lleva la lectura apostólica del segundo domingo de Cuaresma. Y me ha parecido que, en su sencillez, da unidad a la celebración eucarística de este día: vocación de Abrahán, transfiguración de Jesús, llamada de la comunidad creyente a una vida santa, y comunión con nuestro Salvador, “que destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal”. ¡Dios nos llama y nos ilumina!
Considera la llamada. “El Señor dijo a Abrahán: _Sal de tu tierra y de la casa de tu padre”. La fe, obediencia a la palabra de Dios, libera al hombre de ataduras, incluso de las que pudieran parecer por naturales las más fuertes, como son la propia tierra y la casa familiar. Esa libertad es necesaria para que el hombre pueda ir “a la tierra que el Señor le mostrará”.
Has oído de Abrahán que “marchó, como le había dicho el Señor”. Y conoces también el camino de Cristo Jesús, “el cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo, tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres”.
Creer, salir, servir… no es pérdida sino ganancia, no es necedad sino sabiduría, no es un camino de muerte sino de vida. Te lo dice la promesa que acompaña a la llamada: “Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré… con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo”. Abrahán creyó lo que había oído, esperó lo que había creído, caminó hacia lo que esperaba, aunque no pudo conocer el tesoro de luz que el amor de Dios había encerrado en las palabras de la promesa. Lo que él no conoció, tú lo puedes contemplar en la montaña de la transfiguración. Admira, Iglesia de Cristo, la herencia reservada a la fe: “Se transfiguró delante de ellos y su rostro resplandecía como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. Contempla y admira la luz del Resucitado, pues ésa que ves es la luz de tu resurrección.
Con todo, no te contentes con ver, como pretendía el apóstol Pedro, pues el sentido más luminoso de la promesa hecha a Abrahán y a ti, lo que tú nunca podrías imaginar, sospechar o soñar, se encierra en lo que se te ha concedido oír: “Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadle”. La promesa que se hace a la fe es el Hijo de Dios, es Cristo Jesús, es la Palabra de Dios entregada, es su Palabra encarnada.
No desdeñes admirar la luz que un día ha de ser tu vestido.
Pero más deseable para ti es escuchar al amado, al predilecto, a tu Señor. Escúchalo creyendo y comulgando. Escucha su voz en la voz de tu asamblea, escúchala en el misterio de la palabra proclamada, en el misterio de la eucaristía celebrada y recibida, en el misterio de los pobres que son el cuerpo sufriente de tu Señor.
Escucha, y baja de la montaña: lo que has visto bajará contigo a los caminos de la vida.
Feliz domingo.