DIOS NO TIENE TIEMPO

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Los relojes y calendarios se preparan para cambiar su ritmo la próxima noche, que se convertirá en “vieja”, el 31 de diciembre. Y un segundo después de las 12 campanadas entraremos en un “año nuevo”, un año bebé, recién nacido, por estrenar… Y en buena parte del mundo se producirá algo así como una conmoción interior y exterior en millones de seres humanos. “Año nuevo, vida nueva”, se dice. En realidad es sorprendente que tras el último segundo del 2022 nos abramos a un  tiempo nuevo, distinto, prometedor, “próspero” año nuevo… y que además, sí es sí, traerá una “vida nueva”, cargada de expectativas e ilusiones, seguramente positivas y gratificanes.

La liturgia oficial de la Iglesia celebra el 1º de enero la Solemnidad de Santa María Madre de Dios. La creencia en la maternidad divina de María, se extendió muy pronto entre los primeros cristianos. Pero no siempre con total unanimidad. Algunos argüían que una mujer mortal no podía ser “la madre de Dios”. Esta polémica teológica dio lugar al conocido Concilio de Éfeso”, en el año 431. La discusión quedó zanjada para siempre: María es Madre de Cristo, Hijo de Dios, y por tanto es Madre de Dios (Theotókos)”. Nestorio, que afirmaba lo contrario, fue excomulgado y convertido en hereje. Desde entonces la maternidad divina de María forma parte de nuestro Credo y de nuestra fe: siempre ha estado presente en el ideario cristiano, desde el siglo III. Sin embargo, durante siglos -que yo sepa- no se le “adjudicó” un día en el calendario litúrgico a María, Madre de Dios. Hubo que esperar a 1931 para que el papa Pío XI, celebrando el XV Centenario del Concilio de Éfeso, instituyera “un día oficial” para venerar litúrgicamente a María como Madre de Dios en el Calendario Romano general. El día elegido fue el 11 de octubre, en recuerdo del aniversario del Concilio de Éfeso. Pero quizás el día no fue el mejor elegido… ¡Éfeso quedaba ya muy lejos!, y hubo que esperar a la Reforma Litúrgica (1969) que surge del Concilio Vaticano II para “ubicar” esta solemnidad el 1º de enero de cada año.

Hasta entonces, la Iglesia intentó “cristianizar” el comienzo del año civil en los países en que el año comienza el 1º de enero. Durante mucho tiempo, ese día se celebraba, por ser la Octava de Navidad, “el día de la circuncisión de Jesús”, algo, que, -tengo la impresión- no significaba mucho para los fieles, ni siquiera se entendía muy bien, especialmente los niños. Yo recuerdo, de pequeño, que nunca supe qué significaba eso de “la circuncisión”… alguien me respondió que era “un corte superficial que se daba en el muslo de los niños recién nacidos”… un viejo ritual de los judíos demasiado lejano a nuestra mentalidad y nuestro tiempo. Pablo VI intentó “salvar” la incomprensión de una fiesta ininteligible por la mayoría declarando el día primero del año civil, como “Jornada Mundial por la Paz”, y eso fue durante algunos años: “el día de la Paz”.  Sólo con el paso de los años que van de 1969 hasta hoy se fue consolidando la Reforma litúrgica del Vaticano II: “El 1º de enero, octava de Navidad, se celebra la Solemnidad de María Madre de Dios”.

En cualquier caso -y es sólo una impresión personal- los católicos “practicantes” no tienen muy introyectada esta fiesta solemne. Si preguntamos a “la gente” qué se celebra el 1º de enero, pienso que la gran mayoría respondería, sencillamente, que “el día de Año Nuevo”… y es que hay celebraciones laicas, incluso “paganas” (en el mejor sentido de la palabra) muy reacias a ser “bautizadas” por la Iglesia.

En cualquier caso, el 1º de enero es el día en que volvemos la vista atrás e intentamos hacer una síntesis del año moribundo. Y miramos hacia el futuro con esperanza, a veces muy ingenua, de que “todo irá mejor”. No pretendo hacer un análisis del año que fenece, ni de augurar el que nos viene encima: no tengo bola de cristal y no creo excesivamente en suposiciones futuristas. Simplemente, opino, este domingo es tiempo para dar gracias a Dios por la vida, por el tiempo que se nos regala cada día. El tiempo, siempre misterioso, devorador de la vida y garante de nueva y más vida. Dios no tiene tiempo. Nosotros, sí, “durante un tiempo”, ése que se nos obsequia y que hemos de llenar y salpimentar con alegría, sosiego, paz, bondad y presencia arraigada de Dios en nuestro tiempo pasajero, injertados en ese tiempo absoluto del Dios que no tiene tiempo.