El que sacó al profeta de junto al rebaño y le dijo: “ve”, es el que en persona quiere ir. El que le dijo: “profetiza”, es el que en persona quiere hablar.
Y si preguntas a dónde quiere ir el Señor y con quién quiere hablar, él mismo te responderá: “a mi pueblo”.
“Mi pueblo”: No lo entiendas como expresión de dominio sino de ternura, pues son palabras que no recuerdan una conquista sino una alianza.
Cuando esa alianza se estableció, el Señor, te dijo: “Yo seré vuestro Dios; vosotros seréis mi pueblo”; y tú le dijiste: “Nosotros seremos tu pueblo; tú serás nuestro Dios”.
Asombroso intercambio para ti. Ruinoso intercambio para Dios.
Por asombroso para nosotros, se diría que ese intercambio es lo que nunca podríamos olvidar; y, sin embargo, es lo que una y otra vez olvidamos, como si se tratase de algo que fuese deseable sólo para Dios, y ruinoso y menospreciable para nosotros.
De ahí que en la historia de la salvación –en la historia de Dios con nosotros-, una y otra vez volvamos a encontrar a Dios en misión, un Dios adicto al amor, un Dios en busca de su pueblo, un Dios que envía profetas, que envía a su Hijo, para arruinarse más, para perderse aún, para darse siempre.
En ese Hijo “nos ha bendecido”, en ese Hijo “nos eligió para que fuésemos santos”, en ese Hijo “nos predestinó a ser sus hijos”, por ese Hijo “hemos recibido la redención, el perdón de los pecados”.
Y en ese Hijo, en su cuerpo, en su Iglesia, en ti y en mí, Dios continúa saliendo en busca de los que aún están lejos, de los que aún no lo conocen, de los que aún no saben lo amados que son, de los que aún no saben que es Dios quien los ama, que es Dios quien los busca porque quiere ser suyo.
Es como si a Dios le faltasen palabras para decir a sus hijos lo que él lleva en su corazón, y les dijese con palabras tuyas, con palabras mías, que él es un Dios soñador de encuentros que llenen de alegría su casa del cielo.
Es como si a Dios le faltasen manos para ungir enfermos y pidiese las tuyas, pidiese las mías, para curarlos, para bendecirlos, para acariciarlos.
Es como si todos –Dios y nosotros- fuésemos pocos para perdonar pecados y apagar infiernos y expulsar demonios.
Es como si todos fuésemos pocos para anunciar la paz, para esparcir como lluvia la justicia, para hacer que a todos los abrace la salvación.
Es como si Dios y nosotros tuviésemos en el corazón un mismo sueño y llevásemos en las manos el mismo reino.
Para ese camino –para realizar ese sueño e instaurar ese reino- no hace falta pan, ni alforja, ni dinero en la faja, ni túnica de repuesto: basta la palabra de quien nos envía, la autoridad con que se nos envía, el evangelio que se nos confía.
Hoy no sólo escucharemos la palabra de quien nos envía sino que comulgaremos con él.
Eso quiere decir que es él, Cristo Jesús, quien va con nosotros, y es él quien en nosotros predica la conversión, expulsa demonios y cura enfermos. Es él quien envía, es él quien va; él es el reino que llega, él es la libertad y la salud que necesitamos.
En Cristo Jesús y en ti, que eres su cuerpo, Dios anda en busca de su pueblo.