Aquellos discípulos dijeron: “Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?”, y, decepcionados, “se echaron atrás y no volvieron a ir con él”: ¡El poder entusiasma, el amor escandaliza!
Los que ahora abandonan a Jesús, son los que antes se habían embarcado y habían ido en su busca.
Lo buscaban, porque, visto el signo que había hecho, le atribuían el poder de hacerlo siempre. Es fácil el entusiasmo por alguien que nos puede dar cada día pan abundante, sabroso y de balde.
Lo abandonan, porque, oída la revelación de una donación que llega hasta la entrega de la propia vida, consideran que no les tiene cuenta entrar en ese intercambio de amor.
Considera la vulnerabilidad de quien ama, la soledad a la que se expone, la noche a la que se abandona.
Intuimos esa soledad en las palabras de Jesús a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?”
En Cafarnaún, Pedro respondió en nombre de los Doce: “Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”.
En Jerusalén, cuando el amor consumará la entrega de Jesús, todos lo abandonarán, y Pedro negará haberlo siquiera conocido.
Nuestra Eucaristía de hoy es sacramento del Cuerpo entregado de Cristo, de su Sangre derramada por todos; tu Eucaristía es revelación del amor extremo con que Cristo te ha amado. Quienes en este sacramento hayan buscado otra cosa que no sea el amor, habrán descubierto, o no tardarán en descubrir, que no les tiene cuenta continuar la búsqueda. Para mí, para ti, es hoy la pregunta del Señor: “¿También vosotros queréis marcharos?”
También conmigo, contigo, el Señor se arriesga a la soledad del amor.
¡Amor de Dios! ¡Amor vulnerable! ¡Sólo Amor!
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De los escritos de San Francisco de Asís:
“Nada de vosotros retengáis para vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega” (Carta a toda la Orden, 29).