Llenarla de vida. Devolverle las razones por las cuales merece la pena compartir y compartirlo todo.
Nadie duda de la esencialidad de la comunidad a la hora de pensar en la vida religiosa apostólica. Y, a la vez, hay una coincidencia generalizada de que tal y como está, tal y como es, no se acerca no tanto al sueño, sino a la verdad de lo que necesitamos vivir. ¿Dónde está el problema? ¿Dónde la dificultad? La solución y el problema residen en el mismo lugar: la persona. La mala solución también tiene una única respuesta: llenar con palabras lo que, en realidad, es vacío vital.
Los cursos de dinamización comunitaria (ya superan el centenar) se sirven de la palabra, pero no se quedan en ella. Ejercen una humilde tarea que consiste en despertar, devolver inquietud, situar la necesidad y la solución de la comunión en el corazón de cada persona. Caer en la cuenta de que la infinidad de análisis derrotistas que nos circundan nacen, en buena medida, de prejuicios imposibles que conducen la satisfacción comunitaria a lugares o parajes que no existen o que nunca debieron existir. Devuelve la conciencia y la responsabilidad de encontrarnos con el rostro verdadero de la comunión que no tiene otro espacio que la libertad de la persona. Desde ella, interrogarnos, en primera persona, ¿qué comunidad quiere el Espíritu para nuestro tiempo, nuestro carisma y nuestra propia vida?
Si algo nos dice la experiencia es que no existen las recetas mágicas, porque además no deben existir. No existen paisajes comunitarios iguales, porque, tampoco, deben existir. Existen rostros, estilos y posibilidades nuevas. Tantas, como personas hay conscientes, en nuestro mundo, de estar llamados o llamadas a compartirlo todo. Que esa es la clave.
El problema de la vida consagrada es también su milagro. Ofrecer una vida que transforma porque se deja transformar. Es alternativa porque descubre la esencialidad de vivir en discernimiento ofreciendo signos que interpelan, inquietan y mueven. La infinidad de propuestas que envuelven la vida de un consagrado, no acaban de tener incidencia porque nacen, no pocas veces, de un milagro celebrado en soledad. Carece del eco de un nosotros que diga algo: signifique y anuncie. La gran tarea para nuestro tiempo no reside en la lucha por contarlo mejor u ofrecer presencias innovadoras, está el reto en ofrecer espacios de vida y éstos solo se transmiten a través de aquellos y aquellas que afectivamente tienen la vida inserta en un nosotros fecundo, en una experiencia de comunión palpable, real, realista, sin complejos y expresiva.
Los cursos que ofrece el equipo de dinamización comunitaria no pretenden llenar de contenidos a una vida consagrada saturada de información sobre lo que debería ser. Se centran en la experiencia vivencial de lo que es. Posibilitan que cada persona descubra que no está lejos de la comunión y, lo que es más importante, estimulan la fuerza imprescindible para que cada uno se sienta posibilitado a hacer el trayecto de vuelta. Pensar, integrar, salir de donde, cómoda o incómodamente, se está y comenzar un camino sereno de reencuentro para construir no la comunidad de los sueños, sino el sueño que Dios tiene para quien quiere ser rostro comunitario en este siglo.
No existe un único modo de proceder. No basta lo que para mí es solución. Hay que descubrir el itinerario que el Espíritu susurra. Ese itinerario está en el corazón de quienes buscan para su vida algo más, algo distinto. Está en quienes no quieren reducir la vida a la pura protesta, al desacuerdo o la resignación. Esa salida se hace presente en quienes no se han cansado de buscar. De ahí que un espacio muy importante sea escucharnos, reconocernos y no juzgarnos. Conquistar una libertad que te permita expresar tu prototipo, «tu locura» y nadie la juzgue ni desprecie. Es tan necesario saborear los sumarios del libro de los Hechos como escuchar atentamente a cada consagrada o consagrado disfrutando qué es para él o ella, vida común, compartirlo todo, tener el mismo ideal o cómo organizar una vida juntos sin caer en una esclavitud «soltera». ¿Cómo sería?, ¿qué es lo que más estoy necesitando?, o ¿qué me provoca felicidad o desánimo? Son preguntas sencillas, del día a día que curiosamente no suelen aparecer en lo que denominamos «reunión comunitaria». Si estas no aparecen, ni se comparten, no preguntemos por la situación del corazón, los vacíos existenciales o las identidades con sus consolaciones y desolaciones… Estas no están y, desgraciadamente, en muchos cansados y hasta consumidos, no se esperan.
Dinamizar es, por tanto, devolver a la comunidad su esencialidad. Y ésta, no es otra que el movimiento y la vida, porque si hay vida hay conflicto y comunión. Si no lo hubiese, se trataría de una armonía estable que suma soledades con aparente trayecto en paz. Con vidas que se desgastan para no hacerse daño, que se consumen sin fecundidad, que se resignan a la esterilidad.
La palabra compartida, que es escuchada en el corazón, en un espacio nuevo y sin contaminación ni presión, conduce a la emoción y ésta sí es capaz de generar la adhesión, el nosotros. Pocos objetivos y muy claros. Poca tensión y concreta. Algo que está en todos y nace de todos. A la hora de la verdad, es volver al impulso casi iniciático de descubrir juntos: «no ardía nuestro corazón». Quienes a esto llegan, gustan la comunión; descubren la fuerza imparable de no estar solos; se liberan de la presión social de ser, aparentar, comprar, poseer, tener o figurar; relativizan las obras apostólicas y, sobre todo, la esclavitud de su historia; superan prejuicios y, sobre todo, descubren que su felicidad personal existe y está en hacer camino con otros u otras en comunidad.
Dinamizar la comunidad es respirar. Tan sencillo como concreto y frágil. La respiración es la expresión sensible de que el organismo está vivo. Las dificultades respiratorias condicionan la felicidad. Podemos estar viendo algo maravilloso, la consciencia de que nos cuesta respirar, lo hace cansino, igual o, incluso, pesado. Es curioso, pero la solución está en cada uno, si quieres respirar debes hacer un primer ejercicio que es decírtelo, repetírtelo, creerlo… Porque construir la comunidad, o diseñarla para este tiempo, necesita una primera decisión muy íntima, y es que quieras ser feliz.