Dieciséis grados

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Llevo una temporada larga con la sospecha de que el termómetro de uno de los trenes que tomo cada mañana para ir a Madrid está estropeado, porque marca irremediablemente 16 grados en el exterior independientemente de lo que Mónica López haya dicho en su previsión del tiempo.

Mis dudas se confirmaron el otro día, cuando, después de la nevada del día anterior, de haber puesto en juego mi vida y mis dientes cruzando un camino de hielo al más puro estilo de Olimpiada de Sochi  para llegar a la estación (pero sin mallas, sin patines… y sin el buen estado de forma de los deportistas olímpicos), en plena Sierra madrileña y cuando aún no había salido el sol… seguía marcando esos impasibles dieciséis grados.

Y, como a mí me da por pensar, me pareció que también en la Vida Religiosa, si no estamos atentos/as para evitarlo, corremos el riesgo de ser como ese termómetro: inmutables ante lo que sucede fuera de sus “seguros” vagones. Nos arriesgamos a mantenernos imperturbables ante las inclemencias de fuera, bien protegidos/as por la seguridad de las estructuras o de “saber” qué es lo que tenemos que hacer en cada momento, sin dejar que la realidad (y Dios en ella) nos cuestione las seguridades… sin recordar que el Señor nos empuja inevitablemente a lo incierto.

Como cantaba Ismael Serrano (por si no conocéis la canción: http://www.youtube.com/watch?v=UO-dP6CASJs): “estamos a salvo… mi vida, estoy perdido”.