De enfermos curados y momias a la deriva

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Así se podría resumir el evangelio de hoy: “Curó a muchos enfermos de diversos males”.

Con esos relatos asombrosos de enfermos curados y endemoniados liberados, el evangelista muestra que, en Cristo Jesús, se está cumpliendo lo dicho por el profeta Isaías: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”.

Considéralo con atención: Jesús no es un mago que nos deslumbra y de paso nos engaña; tampoco es un médico que hace lo que sus conocimientos le permiten hacer por devolver la salud a un enfermo. Jesús es la Palabra de Dios que se hizo carne para hacerse con nuestras dolencias y nuestras enfermedades.

Yo era el leproso, y Jesús se quedó con mi lepra. Yo era el ciego, y Jesús se quedó con mi oscuridad. Yo era el muerto, y Jesús, muriendo y resucitando, tomó consigo mi muerte para que yo me quedase con su vida.

Aquella mujer de la que habla el evangelio –la suegra de Simón-, postrada en cama con fiebre, es figura que bien te representa, Iglesia cuerpo de Cristo: más que a ella, mucho más que a ella, a ti se acercó el Señor; a ti te tomó de la mano el que es tu salvador; a ti te liberó el que por ti se entregó a sí mismo para consagrarte, para purificarte, para que fueses santa e inmaculada; a ti te levantó el que te resucitó.

Y habrás caído en la cuenta de que Jesús es también respuesta de Dios a las quejas de Job, más aún, es la respuesta de Dios al lamento de los humildes, al abandono en que yacen los arrojados a un espacio sin luz y sin esperanza: Con Jesús vuelve la dicha al corazón, la vida se eterniza en esperanza, y ya no preguntamos: “¿cuándo me levantaré?, porque nos sabemos levantados con Cristo, resucitados con él, enaltecidos con él y sentados con él a la derecha de Dios en el cielo.

Hemos dicho que “nos sabemos” levantados con Cristo, resucitados con él. Pero aún hay algo más que hemos de considerar, pues hoy, no sólo recordamos lo que ya “sabemos”, lo que ya hemos recibido, sino que nos encontramos con el que todo nos lo ha dado: hoy escuchamos su palabra; hoy, comulgando, nos hacemos uno con él, y en este admirable sacramento, revivimos el más admirable intercambio que el amor de Dios ha hecho posible: Cristo Jesús viene a nosotros y nosotros vamos a él; el que “tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades”, hoy, en la eucaristía, nos hace partícipes de la vida misma de Dios.

Ahora, con Job visitado por la gracia, con la suegra de Simón que ha sido levantada de su postración, con los enfermos que han sido curados, con los poseídos que han sido liberados, hacemos nuestra la oración del Salmista: “Alabad al Señor… Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas… El Señor sostiene a los humildes, humilla hasta el polvo a los malvados”.

Y el corazón, Iglesia cuerpo de Cristo, intuye que a tu cántico de alabanza se suman todos los humildes del mundo, todos los que fueron abandonados por los bandidos al borde del camino, todos los sacrificados por los idólatras a la crueldad del dinero, todos los ahogados en el mar sin entrañas de la indiferencia.

Con los humildes, con los abandonados, con los sacrificados, con hambrientos y sedientos, cantamos una alabanza que bandidos e idólatras jamás podrán comprender ni gustar: “Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados”.

Feliz eucaristía.

Feliz encuentro con la dicha: se llama Cristo Jesús.

P.S.: Lo acabo de leer:

Pateras a la deriva aparecen con emigrantes momificados en Brasil”.

Mientras la ortodoxia pierde el sueño por una bendición, los hijos de Dios, abandonados de todos, ignorados por todos, despreciados por todos, exprimidos por todos, también por el sol y la sal, se momifican en una patera a la deriva. Esos muertos han conocido el dolor de Job y la soledad atroz de los echados fuera del campamento. Esos muertos te necesitan, Jesús, y ya sólo tú puedes convocarlos a la vida. Y aquellos otros hermanos suyos que harán mañana su mismo camino, también ellos te necesitan, y hemos de ser nosotros, tu cuerpo, tu corazón y tus manos, quienes los ayudemos a vivir.