Un sórdido deseo de que todo siga igual
Hay en nuestro mundo un sórdido deseo de que todo siga igual, de que nada cambie, de que poco a poco se pierdan todas las esperanzas de cambio. Pero Dios no se echa para atrás. Tiene mil resortes. Suscita aquí y allá profetas, o movimientos proféticos.
La profecía que viene del Dios de Jesús, de nuestro Abbá, es siempre amable, es portadora de buenas noticias, es misericordiosa. Pero no es débil, sino sumamente poderosa. La profecía que viene de Dios trae consigo el viento del Espíritu, ¿y quién podrá deterner al Viento?
Las profecías y los profetas son como bombas activadas para detonar en determinados momentos de la historia. Ellas anuncian la llegada del Reino, o pasos importantes en el camino hacia la Plenitud. Sin embargo, cuando comienza la cuenta atrás, comienzan a ser detectadas. Y los grupos interesados hacen todo lo posible para que sean desactivadas.
La fortaleza del profeta
La aventura del profeta Jeremías nos sirve de introducción y de clave para entender la aventura de Jesús, nuestro profeta, nuestro inspirador, nuestra vida.
Jeremías no fue un acaso. Dios pensó en él desde siempre. Lo diseñó. Lo consagró en el mismo seno de su madre. Lo envió como mensajero suyo para decir en el momento adecuado lo que previamente hubiera escuchado de Dios. El mismo Dios le pide que no se deje atemorizar por nadie. Porque como acontezca así, Dios mismo lo va a atemorizar. El profeta debe ser como una ciudad fortificada, una viga, un muro de bronce. Nadie podrá vencerlo, aunque todos luchen contra él. En el profeta se manifiesta el poderío de Dios.
Nadie debe denominarse profeta a sí mismo. Ser profeta es un don de Dios. Quien, sin embargo, reciba ese don en medio del pueblo de Dios, en medio de la sociedad, que sea muy consciente de que Dios ha invertido mucho en él y espera mucho de él. Una persona así debe ser audaz. Sobre todo, debe saber que es humilde portadora del poder de Dios y que, teniendo a Dios en sí, todo, todo saldrá bien.
¡La energía del amor todo lo puede!
De nada sirve la profecía si uno no tiene amor. El mensaje de Pablo en estos versículos, definidos como “himno al amor”, sitúa la profecía en su auténtico contexto. Pablo se sabía profundamente amado por Dios, por Jesucristo y era consciente de que su vida dependía de ese amor: “Vivo por la fe en el Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí” (Ga 2,20). Dios era para Pablo “el Dios del Amor” (2Co 13,11); afirmaba que su amor se ha derramado sobre nuestros corazones a través del Espíritu Santo (Rm 5,5) y sin ningún tipo de presupuestos (Rm 5,8.10). Para Pablo el amor es el primero de los frutos del Espíritu.
En este texto de 1Co 13 que acabamos de proclamar, Pablo canta al amor. Llama la atención que en estas líneas nunca mencione ni a Dios, ni a Jesús: ¡solo al amor! Pablo presenta el amor como un camino superexcelente, hiperbólico –diría una traducción literal–. Pablo presenta el amor como el don de todos los dones, derramado por Dios en el corazón de los creyentes (Rm 5); pero también como un “camino”, una forma de vida, una metodología vital.
El llamado himno a la caridad tiene cuatro partes:
La primera parte se refiere a la superioridad del amor respecto a los demás carismas, por muy importantes que sean (profecía, conocimiento y fe, entrega de los propios bienes); sin amor… ¡todo eso es nada, no vale!
La segunda parte presenta diez características del amor:
quien ama es lento a la ira;
es cordial y solícitamente acogedor y hospitalario;
rechaza la tristeza envidiosa por el bien de otro, o los celos;
no es petulante ni presuntuoso;
no es grosero en ningún sentido;
no es egocéntrico;
no es ácido o agrio;
no da importancia al mal y, por eso, no juzga, ni acusa;
aplaude lo verdadero, lo auténtico y disimula el mal del prójimo, interpreta todo en el buen sentido, cree en el triunfo del bien;
resiste sin flaquear.
La tercera parte afirma cuatro veces que el amor lo pide todo. Pablo repite cuatro veces el “todo”: “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”. Así indica el maximalismo del amor.
La cuarta parte proclama que el amor no pasa nunca y no falla.
Poderes negativos ante la auténtica profecía
Jesús es el cumplimiento de toda profecía. Él es el profeta de todos los profetas. Así lo declaró ante su gente, en la sinagoga de Nazaret. Él es el cumplimiento del rostro más amable y soñador de la Profecía: la profecía del mensajero de buenas noticias, o Mebasser. Jesús es el profeta de las bellas palabras, el profeta lleno de gracia y de atractivo.
Es verdad que, aun siendo portador de un mensaje tan gozoso como el anuncio de la llegada del Reino, tiene enemigos y opositores. Ya en la primera declaración profética de Nazaret, encuentra la oposición de quienes querían utilizar a Jesús a favor propio para defender sus propios intereses. “Lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaum, hazlo también aquí, en tu patria”. Jesús no permite que manipulen su profecía y que se convierta en servidora de intereses bastardos. No quiere hacer de su profecía y de sus curaciones “un negocio” para sus familiares y paisanos. Por eso, va perdiendo interés ante los ojos de sus ciudadanos. Y Jesús se lamenta y dice: ¡Ningún profeta es bien recibido en su tierra! Además, lo ratifica con ejemplos tomados de la historia de Israel. Esto exasperó tanto a sus conciudadanos, que pensaron en desprenderse de él y despeñarlo.
Es inimaginable el poder negativo que desata la auténtica profecía. Pero así es. El mal percibe enseguida dónde brota el poder de Dios y se opone. Esto lo entendió muy bien Jesús. Por eso dijo: ¡ay, cuando todos os feliciten! ¡Lo mismo hicieron vuestros padres con los falsos profetas! ¡Felices seáis, en cambio, cuando os persigan y calumnien!
Este dato nos debe hacer reflexionar mucho. ¿No estaremos luchando contra los profetas de Dios? Si no somos profetas, ¿no seremos tierra de profetas, tierra que los rechaza? ¿Dónde están hoy los profetas de la Iglesia, del mundo? ¿Qué trato reciben de cada uno de nosotros?
Hay algo que nos consuela. Y es que si Dios ha suscitado un profeta, una profetisa, ¡nada ni nadie podrá contra él! ¡El proyecto de Dios seguirá adelante!
¡Sordera nuestra! ¡Distracción! ¡Falta de interés! ¡Seducción por la palabrería vana y los discursos fatuos! ¡Ojalá escuchéis hoy mi voz!, decía el Dios del Antiguo Testamento. Lo mismo repite Jesús.
Donde al parecer más resuena el silencio de Dios es allí donde la Palabra más se hace carne y debilidad y muerte nuestra: la Cruz. Allí donde la Palabra es silenciada por la violencia de los seres humanos, allí la Palabra resucita y transmite el mensaje del amor. Tanto amó Dios al mundo, que le entregó la Palabra, su Palabra. Quien entienda esto, nunca más dirá que Dios guarda silencio.